El coche estaba abierto y con una ventanilla medio
bajada. Nos asomamos. Olía a tabaco y a rancio. El cenicero se encontraba
repleto de colillas. En un polvoriento compartimento cercano se podían ver
algunas monedas. Una de veinticinco pesetas, seis o siete duros y pocas
pesetas. El dueño debía ser uno de los borrachos del bar de enfrente. Aprovechamos
y entramos en el coche. Nos reíamos. Hicimos el amago de llevarnos el dinero,
aunque no nos atrevimos. Teníamos muy pocos años.
En un descuido del resto no me lo pensé. Me senté
en el asiento del copiloto y las robé. Me las metí en el bolsillo. Nadie me
vio. Estaba nervioso y decidí largarme. Algunos también se marcharon. Los que
se quedaron avisaron de que habían desparecido casi todas las monedas. Y de
pronto todo se volvió contra mí. Me acorralaron y empezaron a acusarme de
habérmelas llevado:
-No, yo no me he llevado nada.
-¡Mentira! Te las has llevado tú- me inquirían.
-Que no, que yo no me he llevado nada –les
respondía mientras aligeraba el paso camino a casa.
-¿Y por qué te vas ahora? –continuaban acosándome
entre empujones.
-Pues porque quiero irme a mi casa. ¿Es que no
puedo?
Me siguieron hasta el portal y los más exaltados
subieron conmigo a la puerta del piso donde vivía. Cuando me abrieron entramos todos
en tropel. Nos paramos en el pasillo de entrada. Presentía que aquello no iba a
terminar bien. Justo en ese instante llegaba mi padre del trabajo:
-¿Qué pasa con esta algarabía? –se hizo el
silencio.
-Señor – aún recuerdo que se llamaba David el
primero que se atrevió a hablar-, que su hijo ha robado dinero de un coche
abierto.
-Había unas monedas en un coche y ahora no están
–explicó otro.
-Y mira ¡mira! –gritaba David victorioso al
descubrir y señalar en el bolsillo de mi pantalón el relieve de las monedas que
se marcaban bajo la tela- ¡Ahí están!
-¿Tú has hecho eso, Paco? –preguntó mi padre.
-No, yo ya he dicho que no he sido –estaba a punto
de llorar.
Y entonces mi padre, que sabía que no me daba
ningún dinero y que las monedas no podían aparecer de la nada les dijo:
-Si mi hijo dice que no las ha cogido, es que no
las ha cogido. Yo confío en él. Habrá sido otro.
Las monedas de mi pantalón empezaron a quemarme
como si estuviesen al rojo vivo. Todos parecieron apaciguarse. Desistieron. Regresaron
a sus casas. No recuerdo que hice después. Pero al rato volví a la calle y amargamente
tiré las monedas por una alcantarilla. Mis treinta monedas de plata.
Juro que desde entonces no he vuelto a quedarme con
dinero que no me corresponde. No puedo fallarle otra vez a mi padre como aquel día.
Cuando veo a tantos personajes que arrasan con todo:
corruptos, cobradores de comisiones ocultas, tarjetas opacas, malversadores,
amasadores de fortunas ilícitas, estafadores… me dan lástima. Pienso que no
tuvieron la suerte de tener un padre como el mío.