Saqué
estas fotos el día de Nochebuena. Es Malabo, el macho dominante de la familia
de gorilas del Zoo de Madrid. Lo que más me llama la atención de él es la
expresión humana que tiene: en general de todos los simios, en particular de
los gorilas y chimpancés (bonobos incluidos), y en concreto, para esta vez, de la
suya. Los humanos nos centramos tanto en nuestras propias vidas, en nuestras
preocupaciones, en el artificial mundo que hemos creado, que nos olvidamos que
ellos y nosotros somos primos quizá no tan lejanos.
Me
sobrecoge cuando nos miramos a los ojos. Me ha pasado de siempre. Cuando era niño
mi abuelo me llevaba diariamente al Zoo de Jerez. Estaba muy cerca de casa. Había
otro gorila solo en una jaula, casi a la entrada. Daba palmas cuando pedía
comida y todos acudíamos a obsequiarle con cacahuetes. Cuando se los comía,
volvía a aplaudir. A pesar de contar con apenas siete años, recuerdo preguntarme
sobre quién era el que de verdad tenía enseñado a quién. Era con el animal que
más tiempo permanecía. Me gustaba no perder un detalle de sus movimientos, de
sus gestos, de su semblante. Sé que me reconocía. Solo había que verle la cara
para adivinar que yo era de los frecuentes.
Me
siento extremadamente cercano a ellos. Me puedo pasar horas mirándolos. En
realidad nos podemos pasar horas observándonos, porque me he dado cuenta que
ellos también se fijan en mí. Nos curioseamos: cuando me llevo más tiempo del
habitual compruebo que nuestras miradas se cruzan de otra forma. A veces me
ignoran, aunque sepan que estoy ahí, al otro lado del cristal. Y otras se me acercan
tanto que siento como si me aceptasen en su mundo. Me he vuelto adicto a esta
sensación. Es emocionante. No puedo decir otra cosa.