miércoles, 17 de diciembre de 2014

MI HISTORIA PERDIDA


Olvido es una palabra infinita. Ahí se acumula todo lo que no recuerdo. Antiguos y lejanos compañeros de colegio. Aquello que estudié para aprobar exámenes. Noches de regreso a casa. La voz de mi abuela. Algunos miedos. Canciones de cuna.

 

Olvido es una palabra complicada. Cuando se posa en mis manos la trato con cautela. No quiero que estalle con lo que guarda dentro. La miro de reojo. Se me insinúa. De vez en cuando deja que algo se escape y entonces no puedo evitar sonreírme. Lo muestra a mi memoria y al instante, como un mago, lo vuelve a desaparecer para siempre.

 

Olvido es una palabra totalitaria. Si se va empiezan a surgir las cosas. Salen de su madriguera. Y cuando llega quiere ser la protagonista, no deja que nada se muestre, lo ocupa todo: ya no hay otra cosa. Por eso también es un poco egoísta.

 

Olvido es una palabra caprichosa. Le gusta adueñarse de lo que comí ayer y deja libre tus agravios. Almacena voluntades. Se burla de mí. Se hace de rogar. Me secuestra las citas liberándolas un segundo antes y me hace acudir corriendo. Me lleva a su antojo.

 

Olvido es una palabra imprevisible, por mucho que sepa que finalmente algún día, cuando ya nadie se acuerde de mí, caeré por entero dentro de ella.

 

 

martes, 23 de septiembre de 2014

FERIA DEL 98


El otro día casi exploto con mis hijos. Fuimos a un centro comercial y se portaron fatal. Luego en el coche continuaron a peor y no me pude contener. Les regañé duramente. No sé cómo pueden estar siempre discutiendo entre ellos. Cualquier cosa del otro les incomoda. Siempre quieren tener razón. No ceden. Acaban discutiendo. Llorando. Refunfuñando.  

Cuando lo pienso me pongo triste, aunque no lo muestre. Me disgusta la posibilidad de que de mayores sigan con esa rutina. Aunque mis hermanos y yo, que ahora nos llevamos bastante bien, hemos tenido broncas de espanto.

Ya teníamos cierta edad cuando me recuerdo en una de ellas gritando por el pasillo de mi casa. Detrás iba mi hermano Gabriel que debía gritar igual o más que yo. Me parece que todo empezó porque uno de los dos no podía estudiar pues el otro estaba haciendo alguna actividad que emitía un ruido incómodo. Apuesto a que yo era el del ruido. No cedíamos ninguno y mis padres estaban fuera, por lo que no había jueces que dictaminasen una solución más o menos objetiva.
 
La polémica aumentaba y los nervios bullían. Tuvimos el encontronazo en la entrada de su dormitorio. Éramos él, yo, y la puerta, que se llevó la peor parte. En el forcejeo acabé metiendo el puño por la parte de atrás de la puerta, sin que afortunadamente llegara a salir por el otro lado. La madera se quebró y le hice un agujero.
 
Nos quedamos paralizados. Nos habíamos pasado. Y mucho. De pronto toda la ira, toda la tensión, todas las diferencias se desvanecieron. No nos lo echamos en cara. En apenas un segundo, sorprendentemente, estábamos buscando una solución en equipo. Restaurar la zona era bastante complicado. Una puerta nueva se iba de presupuesto y se notaría demasiado. Decir que nos habíamos tropezado no convencía, pues el agujero estaba muy alto para una caída. Después de varias opciones más, encontramos la definitiva: Tapar el agujero con una pegatina.
 
Sin embargo, una sola la delataría, así que buscamos otras y las repartimos. Había que disimular. Que diversificar riesgos, como en la ruleta. La puerta se acabó llenando de pegatinas. Nunca hemos sido de los que ponen pegatinas en las puertas, pero había causa de fuerza mayor. Y aunque para nuestro gusto aquello quedó horrendo, todo parecía haberse solucionado a la perfección. Solo hubo algún comentario de mis padres sobre el porqué de esa moda que nos había dado ahora con las pegatinas. Que si era una horterada. Que al menos podríamos haber consultado… Mi hermano y yo nos miramos, pusimos cara de póker, y ya no se habló más del tema.

 
Algunos años después, estábamos en el tanatorio con el cuerpo de mi padre cerca. Mi madre había fallecido también tres años antes. Yo estaba bastante perjudicado y tenía mucho dolor. Me sentía en un pozo sin fondo. Agobiado. Angustiado. Sin comprender nada. Entonces mi hermano se acercó lentamente hasta donde yo estaba y con cara pensativa, mirando hacia otro lado, me susurró al oído:

-Al final, Paco, no se dieron cuenta del puñetazo en la puerta.

Y me dejó ahí. Mientras se volvía muy serio hasta su silla. Con una seguridad que pocas veces le he visto y sabiendo que le había ganado a la muerte. Me dejó ahí. Sin saber si ponerme a llorar sin resuello, si soltar una carcajada, si esconderme, si marcharme a vivir la vida o no sé qué extraña reacción. Me dejó ahí.


 
La puerta con su pegatina de la Feria del Caballo de Jerez aún sigue hoy. La única que no hemos quitado de todas las que pusimos. Estratégicamente colocada. Continuando con su misión de ocultar el agujero más secreto y hondo de toda la casa. El agujero más obstinado y más añorado. El agujero que dejaron mis padres cuando se marcharon.

Aunque ahora, con más años a cuestas y dos hijos, me pregunto si realmente se fueron sin saberlo. Puede que lo viesen e hicieran como si no lo hubiesen descubierto. Entonces el secreto sería de todos y para todos. Porque lo buenos padres, como lo eran los míos, son los que a veces saben lo que no han visto, y otras, hacen que no ven lo que no les conviene saber.






martes, 29 de julio de 2014

VERANO AZUL


Los días que afortunadamente puedo ir a casa a comer, repaso con el mando a distancia los canales de la tele. No recuerdo exactamente en cual, y como en un eterno retorno sin posibilidad de huida, vuelven a emitir Verano Azul. A mí no solo no me molesta, si no que me quedo enganchado al episodio del día: me hace recordar.

Cuando lo vi en su estreno, aquella primera vez, consideraba a Tito algo más pequeño de lo que yo era, y a Piraña más o menos de mi edad. Quizá algo mayor que yo. Luego estaban los que yo juzgaba bastante mayores como Pancho, Javi, Bea y el resto de la pandilla.

Tiempo después, en algún episodio que vi de las numerosas veces que lo han puesto, los chavales mayores de esa pandilla pasaron a ser casi de mi edad; ya no eran tan mayores. Hasta que en otra de esas emisiones me di cuenta de que por fin había superado ampliamente en edad a aquellos mayores; los veía pequeños.

Ahora, lo que puedo observar es que mis años están peligrosamente muy cerca de la de los padres de la serie, y veo a esos chicos que yo veía mayores como niños, apenas unos críos.

Siguiendo el ritmo de reposiciones de Verano Azul, algún día estaré en la misma quinta que Chanquete. Ojalá.
 

sábado, 24 de mayo de 2014

METRO

 
 
Como es festivo, vamos a ir al centro. Hay una exposición de Pixar que les puede entusiasmar. Ella tiene trabajo pendiente, así que me voy yo solo con ellos. Una vez listos, emprendemos la marcha. Mejor en transporte público. Algunas estaciones y un transbordo es todo lo que necesitamos.
 
El metro les encanta. Puede que en algunos años, cuando forme parte de su trajín diario, acaben aborreciéndolo, pero ahora es más que una atracción. No paran de curiosear. Escuchar. Jugar. Observar. Bajamos para tomar otra línea que nos llevará al destino. Deciden que en el próximo quieren ir lo más delante posible. Ya en el andén el tren sale del túnel. La más pequeña la llevo de la mano, pero el mayor, de nueve años, va un poco por libre.
 
El tren se detiene y abre las puertas. El niño sale corriendo para alcanzar el primer vagón. Le advierto que se espere. No me obedece. ¿No me escucha con el barullo de gente? ¿Pasa de mí? El trasiego de personas que sale y que entra ha acabado. A mí no me da tiempo a llegar hasta donde está él. De pronto suena el silbato que indica que el tren va a proseguir su marcha. En vista de que no sale, decido entrar aunque sea algún vagón más atrás: ya lo veré a través de los cristales y nos uniremos en la próxima estación. Entro con la niña de la mano y las puertas se cierran.
 
A la vez que yo hago esto, él ha pensado por su cuenta. No me ha visto entrar y cuando suena el silbato, decide salir al andén. Justo ahí me ve cruzar algunas puertas más atrás y corre, pero para cuando llega, las puertas ya se han cerrado y los mandos no responden.  Estamos a escasos milímetros y el tren inicia su marcha. Yo no veo mi cara, pero la suya es de pánico. De angustia. De desconsuelo. Supongo que aparte de quedarse solo, su mente no encuentra una solución a esto que le está sucediendo.
 
-¡Espérate y no te muevas! ¡Quédate ahí! ¡En un rato vengo a por ti!- acierto a gritarle a través de los cristales.
 
Le veo caminar abatido hacia un asiento. Entramos en el túnel y se vuelve todo oscuro. Suspiro. Escucho el murmullo de algunos pasajeros. Pienso en usar la parada de emergencia. Desisto: entre que se aclara el motivo de la parada y deciden dar marcha atrás, si es que les convenzo de eso, habrá transcurrido más tiempo que en dar la vuelta en la siguiente estación. 
 
Suspiro hondo. La niña y yo nos miramos. Con la mirada me pregunta. Trago saliva. Debe notarme nervioso –ahora nos bajaremos en la siguiente y ya volvemos por él- le digo aparentando indiferencia. También sin decirme nada asiente, se coge más fuerte de mi mano y se acerca más a mí. Lo que tú digas, parece pensar.
 
El trayecto se me hace eterno. Se abren las puertas y corremos para el lado opuesto. Ya en el sitio el luminoso indica que faltan tres minutos para que el tren llegue. Me dirijo al final de la estación, pues así en cuanto vuelva mi hijo podrá verme lo antes posible. El quedó al principio de la de ida, por lo que será el final de la de vuelta.
 
De regreso el camino es aun más eterno que antes. Un tren pasa en sentido contrario. Más eterno que antes. Se hace la luz y busco a mi hijo en el asiento donde lo dejé. No está. No está. No está. ¿Y si alguien le ha convencido para irse con él? ¿Y si ha cogido el siguiente tren con la intención de seguirme? ¿Y si…?
 
Me bajo y encuentro a un guardia de seguridad. Le balbuceo el caso –no se preocupe, vamos a ir a la garita y dar la alarma, sígame- me comenta. De camino veo como se acerca otro guardia. Sí, parece que es él. Ya puedo respirar tranquilo, lleva a mi hijo a su lado. Corre a abrazarme y le sonrío. Ya le sermonearé más adelante, ahora lo que me apetece es abrazarle. Habrán sido los siete minutos más largos de mi historia.
-Lo vi llorar en el asiento…- parece justificar el guardia.
-Gracias, muchas gracias, no sé cuál de los dos se ha asustado más – le digo.
 
Reanudamos nuestro plan. Hoy no se despagarán de mi lado en toda la exposición de Pixar. Y si lo hacen, me advierten convenientemente. Tan dóciles y disciplinados como nunca. De hecho, al cabo del rato, cuando ya todos nos hemos calmado y permanecemos pensativos, la niña rompe el silencio y espontáneamente le increpa a su hermano:
-¡Casi me haces llorar, tonto!


viernes, 14 de marzo de 2014

AÑOS


No me lo dijeron hasta que llegué. Hice todo el camino deseando su recuperación y sospechando su muerte.

 

Cuando entré en mi casa, me enfrenté desde ya a su ausencia.

 

Era de madrugada y no daba tiempo a preparar nada.

 

Me acosté en su lado de la cama. Debajo de la almohada encontré el pijama que se había quitado la noche anterior. Sobre la mesilla cogí el libro que estaba leyendo. Repasé los párrafos por donde dejó la marca de lectura y me dormí.

 

Al levantarme, me coloqué sus zapatillas y utilicé su peine.

 

Revolví en el baño su cajón. La maquinilla de afeitar, el cepillo de dientes, un tarro de colonia… Todas estas cosas que se han quedado, y mi padre que se ha ido. De repente.

 

Uno está acostumbrado a que ciertas cosas vayan pasando a través de su vida. Nos compramos ropa, que después desechamos. Nos mudamos a otros hogares. A veces también cambiamos de amigos. Tiramos los cepillos de dientes. Retocamos la decoración de la casa. Renovamos los manteles de la cocina. Vemos desfilar ante nosotros tantas cosas, que arrogantes y engreídos, nos creemos con el don de la eternidad.

 

Sin embargo, un día, todo eso se queda y te vas tú.

 

Quizá mi epitafio sea esa infinidad de cosas que uso diariamente y que sucederán a mi muerte. Pero me temo que eso no vale. Es demasiado efímero también.

 

 

 

 

jueves, 16 de enero de 2014

HOMO






Saqué estas fotos el día de Nochebuena. Es Malabo, el macho dominante de la familia de gorilas del Zoo de Madrid. Lo que más me llama la atención de él es la expresión humana que tiene: en general de todos los simios, en particular de los gorilas y chimpancés (bonobos incluidos), y en concreto, para esta vez, de la suya. Los humanos nos centramos tanto en nuestras propias vidas, en nuestras preocupaciones, en el artificial mundo que hemos creado, que nos olvidamos que ellos y nosotros somos primos quizá no tan lejanos.

 

 
 
 
 
 


Me sobrecoge cuando nos miramos a los ojos. Me ha pasado de siempre. Cuando era niño mi abuelo me llevaba diariamente al Zoo de Jerez. Estaba muy cerca de casa. Había otro gorila solo en una jaula, casi a la entrada. Daba palmas cuando pedía comida y todos acudíamos a obsequiarle con cacahuetes. Cuando se los comía, volvía a aplaudir. A pesar de contar con apenas siete años, recuerdo preguntarme sobre quién era el que de verdad tenía enseñado a quién. Era con el animal que más tiempo permanecía. Me gustaba no perder un detalle de sus movimientos, de sus gestos, de su semblante. Sé que me reconocía. Solo había que verle la cara para adivinar que yo era de los frecuentes.

 

 

 

Me siento extremadamente cercano a ellos. Me puedo pasar horas mirándolos. En realidad nos podemos pasar horas observándonos, porque me he dado cuenta que ellos también se fijan en mí. Nos curioseamos: cuando me llevo más tiempo del habitual compruebo que nuestras miradas se cruzan de otra forma. A veces me ignoran, aunque sepan que estoy ahí, al otro lado del cristal. Y otras se me acercan tanto que siento como si me aceptasen en su mundo. Me he vuelto adicto a esta sensación. Es emocionante. No puedo decir otra cosa.