viernes, 14 de marzo de 2014

AÑOS


No me lo dijeron hasta que llegué. Hice todo el camino deseando su recuperación y sospechando su muerte.

 

Cuando entré en mi casa, me enfrenté desde ya a su ausencia.

 

Era de madrugada y no daba tiempo a preparar nada.

 

Me acosté en su lado de la cama. Debajo de la almohada encontré el pijama que se había quitado la noche anterior. Sobre la mesilla cogí el libro que estaba leyendo. Repasé los párrafos por donde dejó la marca de lectura y me dormí.

 

Al levantarme, me coloqué sus zapatillas y utilicé su peine.

 

Revolví en el baño su cajón. La maquinilla de afeitar, el cepillo de dientes, un tarro de colonia… Todas estas cosas que se han quedado, y mi padre que se ha ido. De repente.

 

Uno está acostumbrado a que ciertas cosas vayan pasando a través de su vida. Nos compramos ropa, que después desechamos. Nos mudamos a otros hogares. A veces también cambiamos de amigos. Tiramos los cepillos de dientes. Retocamos la decoración de la casa. Renovamos los manteles de la cocina. Vemos desfilar ante nosotros tantas cosas, que arrogantes y engreídos, nos creemos con el don de la eternidad.

 

Sin embargo, un día, todo eso se queda y te vas tú.

 

Quizá mi epitafio sea esa infinidad de cosas que uso diariamente y que sucederán a mi muerte. Pero me temo que eso no vale. Es demasiado efímero también.