sábado, 18 de febrero de 2012

QUÉ NOCHE LA DE AQUEL DÍA






Es un tormento bregar todas las mañanas con dos fieras de peligrosidad elevada. Cada día me tengo que encargar de despertar a ambos, de ponerles el desayuno, de casi vestirlos, de pastorearlos a la calle, y de entregarlos en su destino.

Así en tres líneas, tan resumido, parece poca cosa, pero os aseguro que en ocasiones acaba minando la paciencia más beata. Y más cuando mi hijo mayor, con sus siete años, ha tomado la costumbre de entonarme diariamente una serie de jaculatorias consistentes en alargar, arañar si acaso, algunos segundos más su estancia en la cama.

Me suplica cosa del estilo de: “Papá, cinco minutitos más, por favor”, o “Déjame un ratito más, anda”, y otras más como “Estoy muy cansado, no puedo ni levantarme”. Me tiene harto. Tengo que tirar de él como si fuese un ancla hundida en alta mar, hasta que logro arrastrarlo al salón y dejarle los cereales en su cara.

Pero ayer me harté. Me enfadé. Le zarandeé. Le saqué de la cama de un tirón y lo planté en la silla. Luego las amenazas: “No quiero volver a escuchar ni una vez más, ¡pero ni una vez más!, nada de cinco minutitos más, que si estás cansado, que si ahora mismo voy. Te levantas y ya está. ¡Vale!” Asiente con serenidad. No sé si es que aun está dormido, o que se lo ha tomado a lo tranquilo.

Anoche lo acosté y le recordé las instrucciones nuevas. Esta mañana le he tocado ligeramente, para ver su reacción. Ha abierto solo un ojo, y arqueando la ceja, me ha mirado sin decir nada. Yo tampoco he abierto la boca, y le he clavado mi mirada inquisitorial. Era como un duelo a muerte. Se ha incorporado un poco y ha hecho el amago de decir algo. Indudablemente iba a replicarme. Ha sido entonces cuando ha dicho: “Qué noche más corta, ¿verdad papá?”

Y el jodío niño me ha vuelto a ganar la partida.

viernes, 10 de febrero de 2012

TESOROS

Siempre me han dado miedo aquellos que sin apenas pudor, hacen excesiva ostentación de su vida privada en “el internet”. Me he alejado todo lo que he podido de ese punto. Sin embargo, estos días tengo la moral baja y la verdad es que he tomado alguna confianza con el que, por otra parte, no sé ni si quiera quién es. Que puede ser cualquiera, pero que por el mero hecho de acercarse aquí y leer, ya voy a otorgarle uno de mis recuerdos mejor guardados. Os escribo un tesoro. Y es que hoy hace nueve años que falleció mi madre. Tengo que reconocer ahora que no estábamos preparados para ello. No solo no entraba en los acontecimientos posibles que pudiesen ocurrir en la vida, sino que nuestra mente era incapaz de asumirlo. Y eso que tuvimos casi seis meses para hacernos a la idea. Pero nos cogió con el paso cambiado. Tenía la sensación de que todo aquello era una pesadilla. O que las sesiones de quimio darían su fruto y seríamos ese tanto por ciento que acaba curándose.

No era lo que se dice joven, pero tampoco cincuenta y ocho años es una edad para morir. Después de todo este tiempo, me acuerdo con más serenidad de algunas historias y hasta me atrevo a recordarlas.

La última conversación que tuve con mi madre estando consciente fue por teléfono. Yo estaba en la aun no inaugurada estación de Metro de Hospital de Loranca. Era mediodía y viernes. Me vienen a la mente las diminutas marcas de las losas del suelo y la suciedad de los cristales de una escalera mecánica que yo miraba mientras hablaba con ella. La llamé para decirle que en un rato salía para Jerez, y ella me respondió que no hacía falta. Que el tiempo seguía malo y que era mejor que me quedase, que le daba miedo la carretera. Pero después de algunos meses yendo todos los fines de semana mi mujer y yo, el último no habíamos ido. Había nieve por todas partes y decidimos quedarnos y descansar. Así que este había que ir. Como sea. Además, la conversación no era fluida. Estaba empeorando. Mi madre se quedaba callada en mitad de una frase. Luego continuaba. De pronto otra vez cambiaba de tema. Supongo que se debía a la morfina.

Cuando llegué del viaje apenas me conocía. Siempre que regresaba me sonreía y me ponía buena cara por muy mal que estuviese, pero esa vez casi ni se movió. Estaba recostada sobre el sofá del salón y abrió los ojos solo un poco, pero ningún gesto. Nada. Yo todavía pensaba que algo diferente podía pasar para salir de esta, aunque no sabía qué ni cómo.

Después  de una interminable noche llamamos a urgencias. Vinieron a casa y nos confirmaron lo que ya cada uno sabíamos. La acompañé en la ambulancia hasta el hospital y de allí casi ni me separé. Había entrado en un estado de semi-inconsciencia. De fase terminal. Apenas podíamos comunicarnos con ella.

Era una sensación extraña. Cuando estaba en la cama al lado de mi madre, no me quería ir. Quería quedarme hasta el final y pensaba que si me iba, me perdería ese momento. Pero luego, cuando iba a asearme o a comer algo, me daba miedo volver. Esperaba que me dijesen que ya todo había acabado mientras yo estaba fuera. No quería estar en el final. Ya sé que son dos emociones totalmente contrarias, pero yo sentía las dos.

Al final, el lunes me fui a casa a comer algo y a dormir un poco. Me había quedado el sábado y el domingo por la noche, y estaba bastante agotado. Me puse el despertador a las 20:00, y después tenía reservada hora para pelarme debajo de casa. Llevaba el pelo bastante más largo para lo que entonces era mi gusto. Después iría al hospital a pasar la siguiente noche. Pero algo me hizo despertarme antes y también antes pasar por la peluquería. Efectivamente no había venido el que le tocaba entonces, y me colaba. Enseguida me fui al hospital y de camino, me llamó otra vez mi tía: ahora sí que vente, no tardes mucho. Estoy llegando, tía, estoy abajo.

Entré en la habitación y estaban mi padre, mis dos hermanos, mi cuñada y mi tía (su hermana). Entonces mi madre movió la lengua, como para humedecerse los labios y se recostó muy lento hacía su lado izquierdo. Estaba muy sedada. Un enfermero de rizos negros entraba por la puerta con un fonendo. Le auscultó y meneó la cabeza. No me había quitado ni el abrigo. Acababa de ocurrir. Si no me hubiese despertado de repente, es probable que aun estuviese durmiendo, como mucho de camino. No supe qué hacer. Mi padre suspiró y nos invitó a la calma. No nos pusimos nerviosos y le dimos todos los besos que pudimos. Los de esa noche y los de otras muchas noches más.

miércoles, 1 de febrero de 2012

DEBUTANTES



Os lo dije el otro día, sobrinos. Que os iba a escribir una entrada especialmente para vosotros que formáis parte de ese exclusivo, selecto y reducidísimo grupo de gente que me lee. Así que voy a contaros algo que os atañe, porque voy a hablar de vuestro abuelo, que fue mi suegro, y también abuelo de mis hijos.
Jesús era un aragonés de los de pura cepa. Que si había que desviar el cauce del Ebro, solo con mirarlo levantando la ceja el río solito se apartaba a un lado. Aunque haya sido vuestro abuelo, y le hayáis tenido un cariño inmenso –cosa que ya conociéndole, tampoco era de extrañar-, era también el padre de mi novia. Y en los inicios me tenía un poco asustado. Con ese tono de voz, y ese acento que a veces le salía, tan diferente al mío. Vamos, que me tenía acojonado, por decirlo suavemente.
Cuando nos veíamos, al comienzo, me saludaba tan correcto, apretando lo justo con la mano. Manteniendo las distancias. Mirándome de reojo. A mí, que debo tener una pinta de cordero “degollao” de espanto. Y es que vuestra tía era la rebelde, la pequeña de la casa, la extremadamente madura para unas cosas, pero incomprensiblemente inmadura para otras, inteligente y algo soñadora (una difícil mezcla); y no se imaginaban cómo podía ser yo, quién sería el que tendría el carácter de acompañarla en la vida…  Supongo que nunca pensaron en alguien como yo. Estoy convencido que al principio, y no solo porque una era de Madrid y otro de Jerez, nadie daba un duro por nosotros (entonces había duros y pesetas).
Pero yo lo tenía muy claro, parece que la cosa fue fraguando, dejé la clandestinidad, y me tocó ir a comer por primera vez a casa de mi novia, así ya en plan formal. Y fue en Chipiona. Como soy de Jerez, tus abuelos debieron pensar que para este chaval que pretendía ir en serio y con buenas intenciones (por lo menos eso dejaba entrever), un terreno pseudoneutral podría ser lo idóneo.  A todo esto, era Verano, o sea, que Chipiona era lo suyo. La verdad es que no era la primera vez que subía a esa casa. El lugar me era familiar, pero esa es otra historia diferente a esta que cuento, y si quieres saber más, debes preguntarle a tu madre, que fue quien me abrió la puerta en aquella primera vez que me colé –sí, literalmente, me colé- en esa casa.

Volviendo al tema, ya sabéis que tu abuela es una buena cocinera, antes de que la enfermedad que padece no la deje afanarse en ello como antes. Y preparó una comida de película. Ella siempre ha pensado, no sin cierta falta de razón, que a un hombre se le conquista por el estómago. Y aunque yo no era precisamente alguien a quien había que conquistar, debió de querer lucirse en esa ocasión.
En vez de comer en el salón, decidieron hacerlo al aire libre, en la terraza del piso. Y cuando llegué, que crucé la casa hasta la mesa de la terraza, literalmente, no cabía un alfiler encima del mantel. Había comida para un regimiento, y solo éramos cuatro: Tu abuelo, tu abuela, la niña -o sea, mi novia- y yo. Lo primero que pensé es que dónde íbamos a meter tanta comida. Luego me di cuenta que con lo que coméis los de vuestra familia, pues que andaba justita la cosa.
Y es verdad, coméis una barbaridad. En el resto del mundo, lo normal es un primero o aperitivo, luego el segundo, y finalmente el postre. En casa de tus abuelos es el único sitio en el que he visto que el menú se compone de: pre-aperitivo, aperitivo, post-aperitivo, primero A (en este punto yo ya estoy lleno, no me cabe más), primero B, super segundo, postre de fruta, postre de lácteo, postre casero, más el café o té con pastas. Eso os puede dar una idea de cómo estaba de abarrotada la mesa.

Nos sentamos. Yo tenía justo enfrente a mi suegro, y al lado derecho a mi novia y a su madre. En el lado izquierdo no había nadie, porque se podía admirar el paisaje playero. Estaba algo nervioso, pero mantenía el control. Serio. No muy hablador. Nunca lo he sido, pero si encima estaba algo asustado,  mejor era no decir nada.

-¡Qué de cosas! – dije intentando no parecer un antipático con tanto silencio. ¡Algo había que decir!
-Bueno, tampoco  es tanto –respondió alguien mi cumplido.
-Venga, que te sirvo el primero- me dijeron después.
-Da igual. Ustedes primero, mejor.
-De ninguna manera. De eso nada. ¡Te serviremos a ti primero y a callar! No se hable más – este último era mi suegro. Tu abuelo, cuando no lo conocías, hasta para lo más trivial, parecía que estaba dando un discurso al presidente de cualquier nación.
-Glub, vale.

Me colocaron el plato, y como no había apenas espacio, el plato se quedó en voladizo. Casi la mitad estaba fuera. Tuve miedo de que pudiese tirarlo de un golpe fortuito, y decidí empujarlo unos centímetros hacía el interior de la mesa -¡¡error fatal!!-, y estar más holgado.
Resulta que yo en mi lado de la mesa retiré un poco el plato de mi pecho. El plato desplazó a la tapa de boquerones en vinagre. Los boquerones en vinagre movieron el platito de las morcillas. El platito de las morcillas hizo arrastrar al combo del aceite y el vinagre. El aceite y el vinagre empujaron a la cesta de pan. La cesta de pan se hizo sitio sobre otro plato de albóndigas. El plato de albóndigas  ocupó el lugar de una lata de atún. La lata de atún corrió un recipiente con mejillones. Y el recipiente con mejillones trasladó leve e irremediablemente el vaso de tubo que tenía tu abuelo justo en el borde de su lado de la mesa. Así que ese vaso de tubo de tinto de verano con mucho, mucho, mucho hielo se precipitó y derramó con todo su contenido sobre las faldas de tu abuelo.
Y entonces vi como tu abuelo saltaba como un poseso, agitando los brazos en alto, y lanzando una de sus maldiciones predilectas:
-¡¡ME  CAGO  EN  JUDAS   ISCARIOTEEEEE!!!!!!!!
Y golpeaba la mesa en el pequeño espacio que había dejado libre el vaso de tubo traidor, haciendo saltar el resto de las viandas por los aires.

No sabía donde meterme. Eso no me podía estar pasando a mí.
Dios, ¿porqué no haces para que un tsunami deje este incidente en algo sin importancia? ¿Y un rayo? Da igual que luzca el Sol y tengamos un cielo azul ¿no eres OMNI-POTENTE? No me falles ahora. ¿Y un triángulo de las Bermudas entre el Faro, el Santuario y la casa de Rocío Jurado, que me haga desaparecer y aparecer en medio del desierto de Arizona?

Para colmo mi novia y su madre se empezaron a reir por lo bajini, y luego, completamente desinhibidas, se carcajeaban mientras tu abuelo se iba poniendo más y más rojo, más y más enojado. ¿De qué vais? ¿Me queréis arruinar la vida? ¿Os parece gracioso el debut? Dejad de reíros y traed una bolsa para que respire dentro de ella, estoy  apunto de desmayarme.

Al final, y a pesar de toda esta historia (cómo no, acabamos los cuatro riéndonos), nos cogimos cariño. Siempre que pienso en tu abuelo me viene a la cabeza la foto que tiene con Alvarito hablando por el móvil. También recuerdo, ya casi al final, cuando fuimos él y yo solos a pasear por El Pardo, uno de sus sitios preferidos. Le llevé en mi coche y abrigados bajo un agradable Sol del invierno nos contamos nuestros proyectos. Proyectos que solo cuenta el que intuye que no le queda demasiado.

A ver si cuando pasen unos años, leéis esto a mis hijos, para que admiren como fue la inauguración de su padre en tu familia, que es ahora la mía también.

Besos.