Lo vi en una
exposición que me habían recomendado. Yo era un chaval de unos veinte años y él
tenía noventa y uno. No los aparentaba desde luego, aunque andaba apoyándose en
un bastón. Se llamaba Albino García García.
Me llamó la
atención el interés con que miraba algunas fotos y me hice el encontradizo. No fue
difícil entablar conversación. Me comentó que entró en la exposición por
casualidad, pues a él lo que le gustaba era caminar por la alameda al caer la
tarde y asomarse de vez en cuando a la balaustrada para ver el mar.
Continuamos el
paseo por el borde e intimando me comentó que había tenido un hijo que se murió
siendo un niño, pero gracias a Dios tenía otras tres hijas más. Ahora estaba
pasando una temporada en casa de una de ellas.
Iba en varias
ocasiones a esa alameda y me lo encontraba frecuentemente por allí. Nos
conocíamos. De pronto dejó de acudir y supuse que se habría acabado el turno con
esta hija. Ya no le volví a ver más. Una vez, no recuerdo bien si la última que
nos vimos, mantuvimos una conversación que aun recuerdo.
-Pues ya,
después de más de noventa años, he podido conocer los ingredientes de la vida
–me dijo casi sin venir al caso.
-Bueno, pues yo confío
que no tenga que esperar tanto. ¿Y qué vas a hacer ahora con ellos? –le
pregunté sonriéndome.
-Nada. Da
igual, porque ya no me va a dar tiempo – me respondió con el mismo tono de
broma.
-Pero si ya los
tienes ¿de qué no te va a dar tiempo? –repliqué.
-De saber la
proporción –sentenció-. Para dominarla bien, también hay que conocer las
cantidades. De eso ya no me va a dar tiempo – y ya no supe cómo ni qué responderle.