Llevo toda la mañana solo. La
casa, a esta hora y sin nadie, parece otra.
He guardado los libros que
quedaban por ubicar. Por fin he ordenado mi mesita de noche. Parece otra. Sí. También parece otra.
El lavavajillas está a rebosar.
Me gusta apilar lo máximo posible los cubiertos en su interior. No queda
espacio ni para una cucharilla más. Meto una pastilla. A funcionar.
Luego tiendo la lavadora que
dejaste puesta. Saco toda la ropa primero y luego la voy colocando según un extraño
ritual que voy improvisando.
Las camas están medio hechas,
pero no me esmero demasiado en adecuarlas. Las dejo medio presentables. Ya
está.
Paso el aspirador.
Le he perdido el miedo a la
plancha. Por fin. Años después. Pero da calor.
No sé que preparar. Algo
fresquito. Saco tomates de la nevera, queda algo de pan duro. Aceite virgen
extra, ajo, sal, huevos; dejo el salmorejo enfriándose.
Termino
de recoger lo poco que queda. Estoy deseando sentarme.
Me llamas diciéndome que en quince
minutos llegas.
Cuarenta y dos minutos
después escucho el ascensor acudiendo.
Me atuso el pelo, ensayo
sonrisa, y pongo mis pasiones treinta segundos a máxima potencia en el
microondas.
Qué cambios de temperatura. Mi casa con el doble de
ropa. La de verano que no acaba de abrirse. La de invierno que no acaba de
guardarse. Prefiero el calor. Realmente prefiero la temperatura de entretiempo.
Pero si hay que elegir, me quedo con el calor. Quizá es que tenga el cuerpo acostumbrado.
Las primeras veces que vine a Madrid era siempre invierno.
Echaba de menos el calor. Era desconcertante salir a la calle. Estaba habituado
a la falta de calefacción y a la poca variación de temperatura entre las casas
y la calle. Aquí sin embargo, durante una época del año, en las casas hay veinticuatro
grados y afuera llega a menos dos.
Un día vagando por Madrid no lo soporté más. Necesito
un rincón de calor, le dije. Y me llevó a la Estación de Atocha. Fue estupendo.
Descubrí un paraíso. Un verdadero oasis en medio del desierto de asfalto. No
había andenes. Solo viajeros entre un jardín tropical. Palmeras habitando donde
los trenes habían partido. Ranas husmeando la oculta senda de un ferrocarril.
Tortugas sin prisa por pillar el último vagón. Un paseo de luz. Un regalo
verde.
Ahora sigo echando de menos el calor en la
temporada de invierno. Busco atajos. Me arrimo a cualquier residuo. Como ese
diferencial de temperatura que tienen los cubiertos que saco del lavavajillas que
acaba de terminar. La fiebre dulce de los folios recién salidos de la
fotocopiadora. La respiración inconsciente y templada del portátil. O el tibio rastro
de su piel que exploro bajo el edredón cuando se va.
Había un riachuelo que bajada
desde la cima. Luego un salto que lo convertía en cascada. Soñaba con ir río
arriba para ver de dónde brotaba el agua. Imaginaba que salía por una especie
de boca de cañón en una piedra. Que introducía mi mano dentro de la boca y que
a medio brazo palpaba tres agujeros desde donde surgía el agua casi helada. Tenía
que ir a buscar esa piedra. A veces preparaba alguna incursión, pero la lejanía
y la dificultad de la escalada me hacían pensar que era mejor aguantar hasta
que me hiciese mayor. De vuelta me sentaba en el mismo lugar que antes.
Solo algo más tarde, cuando supe
que todo se termina, cambié de espera. En aquel mismo sitio aguardaba a que el
agua dejase de correr. Pensaba que en algún momento debía de agotarse. No podía
durar para siempre el sonido del chorro contra las piedras. No podía estar
manando agua hasta el infinito. Así pasaba horas y horas, vigilando el instante
en que acabase. A veces creía que tendría mala suerte y el riachuelo se secaría
mientras yo no estaba. Quizá me cogiera en el colegio, durmiendo, en el
trayecto. Pero no fue así. Yo estaba entonces muy seguro de que el infinito no
existía, aunque allí estaba la corriente diciéndome con cada día que
transcurría que me equivocaba.
Aire
El aire está hueco. O mejor
dicho, es lo hueco. Cuando decimos que algo está hueco, en realidad lo que pasa
es que está lleno de aire. Hacemos como si no existiese. Lo ignoramos. Había
una ilustración en el libro de naturales de sexto con una balanza. El fiel se
inclinaba hacia la pelota inflada. En el colegio aprendí cosas de estas. De qué
elementos se compone el aire. El aparato respiratorio. El aparato circulatorio.
Cómo es la respiración de la sangre. Mi profesor decía, la verdadera
respiración se produce en las mitocondrias.
Cuando tenía tres o cuatro
años me atraganté con un caramelo. Debe ser de los pocos recuerdos que guardo
de aquella época. Se me obstruyo en la garganta y no podía respirar. Mi tío me
agarró del cuello y me puso boca abajo. La cara se puso morada. Me faltaba el
aire. Los segundos se hicieron horas y horas. Con un golpe el caramelo salió
despedido. Había una puerta blanca y lloré mucho. Es demasiado imprescindible
para ignorarlo.
Fuego El fuego me hechiza. La
chimenea de una casa es mi sitio favorito. Me asombra su poder destructor. Arrojas
cualquier cosa y sucumbe. Se retuerce. Se incendia. Agoniza. Se desfigura.
Desaparece. Muere. Es una boca que engulle o hiere o inhabilita. Y a veces,
también crea. He pasado horas y horas asomado a esa ventana ardiendo, con la
cara caliente y los ojos irritados. Me gusta observar como los troncos se
resquebrajan con esa danza amarilla y naranja insinuándose. El crepitar de la
madera quejándose, liberándose de su forma, renunciando. Es probable que sea
infantil, pero no he podido evitar este sentimiento desde niño.
Una vez con ocho años
hicieron una fogata en el patio del colegio. En la clase cada uno escribimos en
un papel alguna petición o cuento. Era secreto. Luego, como en un ritual, bajamos
para lanzarlo a las llamas uno a uno. Estábamos serios. Parecía algo fúnebre. La
hoguera devoró todas las historias. No sé qué puse. No lo recuerdo. El fuego
también lo quemó de mi memoria.
Tierra
En una excursión al Coto de
Doñana pasamos por una charca de arenas movedizas. Nunca he comprendido cómo se
producía esta trampa natural y aquella vez el guía nos lo explicó. No suele ser
tan letal para los animales pues la intuyen y siempre evitan; salvo que al ir
huyendo de algo se distraigan, queden atrapados y tras horas y horas de
forcejeo lo fagociten. Hay cosas realmente interesantes en este planeta que
llamamos Tierra.
Yo siempre creí que la tierra
más interesante era la que está encerrada en un reloj de arena. Y aunque pienso
que no me falta razón, he descubierto que hay otras que también tienen mucho
que decir. La que se marca con la huella de un caminante. La que viaja con el
viento lastimando los ojos y que cruje cuando la masticas en una tarde de
levante. La que transportan mis hijos en sus zapatos desde el patio del colegio
a mi casa y que esparcen por las habitaciones cuando llegan. La que agujerea la
hormiga haciendo su hormiguero. Y la que un día sepultará mi cuerpo sin vida.
Esta mañana, para celebrar que por fin habíamos llegado al Viernes, me he propuesto desayunar sano, tal como
aconsejan en la TV. Así que
he abierto la nevera, y en lugar de algún bollo, he sacado de la parte baja una
manzana roja y reluciente. Me disponía a retirar la piel, pero en un arranque
más saludable aun, he comenzado a mordisquear su cáscara carmesí, clavando mis
incisivos en busca de sus beneficiosas vitaminas y demás propiedades.
Su crujido ha sonado a música celestial. La pieza desgajada se ha deshecho
en mi boca y un caudal de frescura ha entrado por mi garganta. Ya había
iniciado el segundo mordisco, cuando me he parado a reflexionar en lo trajinada
que está la imagen de la manzana.
Me ha venido a la mente el acongojado hijo de Guillermo Tell, que por un
momento pensó que la última imagen que se llevaría de esta vida sería a su
padre disparándole una flecha entre ojo y ojo, mientras mantenía una temblorosa
manzana sobre su cabeza.
Luego he pensado en Blancanieves, engañada por unas apariencias tan
cándidas como la de una manzana y una ancianita encorvada. Fue morder la fruta
y caer desplomada para desesperación de los enanos.
Me he acordado luego de la manzana que depositó Eris en la boda de los
padres de Aquiles, y que provocó la discordia entre los aqueos y troyanos, y
por extensión, del casi interminable regreso de Ulises a Itaca.
Y he caído en la cuenta que por un capricho femenino y una necedad
masculina, algo que por cierto aun no ha variado, una serpiente que estaba de
okupa en un manzano nos amargó la existencia al resto de la humanidad. Nos despidieron
del Paraíso.
El hecho es que se me han pasado las ganas de tomarme la manzana. Hasta he
tenido la sensación de que me podía caer “malamente”. Me he tragado lo que ya
tenía en la boca, por compromiso, pero el resto, intentando alejarlo lo más
lejos posible de mi, lo he arrojado por la ventana de la cocina.
He comprobado que una manzana, este o no mordida, continua obedeciendo las
Leyes de la Gravitación
Universal. Y para regocijo de Isaac Newton ha debido
precipitarse contra algún viandante, a juzgar por los exabruptos que he oído.
No he prestado demasiada atención, hasta que a los veinte minutos se han
personado dos agentes de la autoridad en mi domicilio con un señor rechoncho,
bajito y calvo -debe ser por eso de la atracción de las masas-, y con el
parietal derecho abultado y amoratado. No paraba de lanzar improperios
escoltados por los policías.
Y ahora estoy aquí, en el calabozo de la comisaría, escribiendo esta nota
y confirmando que una manzana, la mires por donde la mires, no es una fruta
especialmente saludable. A los hechos me remito.
Cuando era un niño me sentaba
a observar cómo los charcos de agua se evaporaban. Cómo la manecilla gorda del
reloj avanzaba. Cómo se trasladaba la sombra del sol por el suelo. Cómo las
estrellas iban surgiendo en el cielo conforme anochecía. Al tiempo, me distraía.
Pensaba en otra cosa, me iba, regresaba al rato, y entonces sí que aquello
cambiaba.
Llegué a pensar que todo
sucedía justo en el instante en que no miraba; y cuanto más detenidamente
vigilaba, sin apenas parpadear, más comprobaba que aquello parecía estático, inmutable.
Miro mi cara en el espejo y
hay algunas canas que ayer no estaban. Los párpados se me han caído un poco y
algunas manchas han aparecido. Es verdad que es muy tenue, pero sé que la próxima
vez que me asome al espejo todo habrá cambiado de nuevo.
Conocerse la madrugada de la Semana de Pasión debe marcar. En la
puerta de la Catedral con el aire saturado de incienso. Cuando las últimas
procesiones del Jueves inician su vuelta al templo y se preparan las primeras
del Viernes Madrugada. Cómo disfruto acordándome. Un segundo antes o después y
ya no nos habríamos conocido. No sé si nos hubiésemos encontrado en otra ocasión.
Uno de Jerez, otra de Madrid. Bastante improbable. Pero ocurrió.
Me gustó tu naturalidad. La soltura, la ingenuidad y el
desparpajo. Bajamos la cuesta y empezamos a caminar. Había mucha gente. Tomamos
un atajo. Cruzamos la plaza. Doblamos la esquina. Pasamos por debajo de mi casa y te enseñé mi
balcón. Quién iba a decirte que algún día tus hijos dormirían allí. Encontramos
una recogía y fuimos en su busca. En
una calle estrecha adelantamos al cortejo. Nos acomodamos en un recoveco y el
paso de Palio se detuvo justo en nuestras narices. Por los respiraderos se
intuían las caras. En unos segundos el capataz volvió a golpear con fuerza el llamador ¡Al
cielo con Ella… !
Me encantaba verte observar todo aquello. Tu rostro silencioso.
El último golpe fue el más recio ¡A esta es! y el paso se elevó enérgico, casi
con violencia, cayendo luego de golpe sobre los hombros. Los pies se arrancaron
a caminar, un leve ruido de pasos arrastrándose acompasadamente. Y vi tus ojos
brillando. Dos lágrimas.
¿Por qué has llorado? Sí, yo te he visto. Solo me he emocionado
un poco, me dijiste. Es que no he podido evitarlo, proseguías. El suspiro hondo
de los costaleros, ese corto lamento, exhalando, al precipitarse tanto peso encima, te
excusabas. Y tan cerca. No he podido evitarlo, repetiste. Sonreías entonces. Se
llama quejío.
Regresamos. Tú y yo.
Desenredo la madeja. Tiro del hilo. Y acabo siempre aquí. Como el
grano de arena de la perla. Como la confidencia del acusado. Como el secreto de
la receta. Como el ingenio y la destreza del luthier. Como el corazón de las
cosas. Y aun late. Hace más de veinte años.
Tengo la sensación de que
acabo de tomarme la última de las uvas de fin de año y me sorprendo enfilando
ya Marzo. La semanas pasan de vértigo: empiezo los lunes con ganas y haciendo
el propósito de llevar a cabo muchas cosas, y cuando vuelvo a pensar otra vez,
me doy cuenta de que estamos a jueves, que he hecho muy poco o casi nada de lo
que me propuse, que al día siguiente ya es viernes, y que el fin de semana
prácticamente ha llegado. A la velocidad que pasa el fin de semana lo dejamos
para otro momento, pues es un misterio que desafía esa teoría que dice que la
velocidad máxima es la de la luz.
Tengo la sensación de que en
vez de vivir la vida, es la vida la que me vive a mí. De que estoy en la
pendiente más inclinada de una montaña rusa. De que paso volando por muchas
cosas en las que me gustaría detenerme más. Pero a veces reconozco que me gusta
ir así, pues esto me sucede porque quiero hacer más de lo que cabe en un día,
en un mes, en un año (de que tengo muchas ganas de vivir)... y por mucho que planifiques
y gestiones, los días son de 24 horas. Además, para empeorarlo aún más, dormir
me encanta, tengo esa predilección por lo horizontal, esa vocación de muerto
que me hace dar una cabezadita en cualquier esquina.
Tengo la sensación de que
esto no es que ya se acabe o esté tocando a su fin, pero que mirando en un
sentido y en otro me encuentro, al menos eso espero, más o menos en la mitad. Y
que encima conforme avanzamos, se acelera cada vez más, de forma que acabaré al
final de mis días saliendo despedido hacia no sé qué cielo o infierno (lo
último aquello que merezco y lo primero aquello que deseo). Pero no siempre ha
sido de esta manera. Cuando era joven, el tiempo sí que se podía medir con
calendarios. Sí que podías percibir su duración e ir encajando hitos. Ahora no
hay más remedio que seleccionar.
Con dieciocho recién
cumplidos parece que queda mucho por delante. Pero es una falacia. Antes de lo
que crees estarás recordando la vez en que nos reunimos todos en tu casa para
celebrarlo. Antes de lo que crees. Te lo aseguro.
Tu madre decía el otro día
que de los dieciocho a los treinta es la mejor época de la vida. No estoy del
todo de acuerdo, pero hay que reconocer que tiene un encanto difícilmente
igualable:
a)Ya eres mayor de
edad, por lo que legalmente puedes hacer lo que te dé la gana. Aunque luego te
darás cuenta que conforme cumples años, puedes hacer menos cosas, tienes menos
margen de maniobra; pero ahora te parece que gozas de bastante libertad.
b)En esta etapa
diseñas tu vida. Lo que decidas marcará el resto de tu existencia: estudios,
novio, trabajo, hipoteca... Ya sea a través del éxito o del fracaso en
cualquiera de ellas. Y es realmente estimulante darse cuenta del camino que tú
misma te vas marcando.
c)Responsabilidad:
CERO. Podrás replicarme diciendo que cómo que no tienes responsabilidades, si
tienes que acabar unos estudios, que labrarte un futuro, pero al final lo peor
que te puede pasar es eso: que suspendas algún examen. Evidentemente los
comportamientos no adecuados se pagan, a corto, a medio o a largo plazo, pero
cuando hablo de responsabilidad me estoy refiriendo a que dependa de ti una
familia. A que un error en tu trabajo pueda hacer perder mucho dinero o incluso
una vida a alguien; o que pierdas el trabajo, tal como está el panorama hoy en
día. Y además, lo más probable es que cuando ejerzas esta responsabilidad tus
papás ya no se encuentren en condiciones para hacer de red salvavidas.
d)Dinero: Ahora te
parece que como no ganas dinero por ti misma, esta parte no es tan agradable,
pero te digo que por ejemplo yo, que ahora gano mi propio dinero, dispongo de
prácticamente el mismo dinero para mí que cuando tenía que mendigarle a mi
padre algo para mis gastos.
Podría seguir, pero dejemos
estas cuatro notas para hacerte ver lo bueno que tiene esta parte de la
juventud que empiezas. Las resumiría diciendo que puedes hacer muchas locuras,
que estás en el tiempo de hacerlas (si no las haces ahora, ¿cuándo?) y que
salvo exageradas excepciones tienen una nula o escasa consecuencia.
Aun así ya dije que no estaba
del todo de acuerdo con la afirmación de tu madre, y es que, por lo menos para
mí, reconozco que es una etapa hermosa el ir haciendo el boceto de tu vida,
pero no lo es menos el desarrollar ese proyecto. El llevarlo a cabo, a la práctica,
el definirlo, el “tocarlo“. Yo me encuentro ahora en esa etapa y es igual de
gratificante.
De todas formas hay muchas
opiniones. Mi madre, por ejemplo, decía siempre que su mejor época fue cuando
sus hijos eran pequeños, el vernos crecer, criarnos y disfrutarnos...
Bueno, que no me enrollo más,
que FELIZ CUMPLEAÑOS. Enhorabuena, ya puedes votar.
Todo esto es porque me
pediste una entrada en el blog por tu mayoría de edad, que no fuese corta y que
no tardase en escribirla mucho tiempo.
Aquí está. Perdona si está
poco elaborada, pero con este tiempo que me das y la extensión que quieres, lo
primero que se me ha venido a la mente este fin de semana....
La
otra mañana, a la hora de salir de casa, nevaba menos que el día anterior, pero
los niños se han entusiasmado igual. Luego, camino del trabajo los copos se han
hecho más grandes. Se estrellaban contra el parabrisas y en apenas dos segundos
quedaban licuados en una pléyade de diminutas gotitas. He bajado un poco la
ventanilla en un semáforo para curiosear más de cerca y ha entrado de repente
un copo que se ha alojado en el salpicadero, entre el botón para maniobrar el
espejo retrovisor y el cuadro de mandos. Allí se ha ido derritiendo algo más lento
que los otros. El termómetro marcaba tres grados. El tráfico era el de todos
los días a pesar de la nieve. Y cuando he llegado a mi destino el copo ya no
existía.
Lo vi en una
exposición que me habían recomendado. Yo era un chaval de unos veinte años y él
tenía noventa y uno. No los aparentaba desde luego, aunque andaba apoyándose en
un bastón. Se llamaba Albino García García.
Me llamó la
atención el interés con que miraba algunas fotos y me hice el encontradizo. No fue
difícil entablar conversación. Me comentó que entró en la exposición por
casualidad, pues a él lo que le gustaba era caminar por la alameda al caer la
tarde y asomarse de vez en cuando a la balaustrada para ver el mar.
Continuamos el
paseo por el borde e intimando me comentó que había tenido un hijo que se murió
siendo un niño, pero gracias a Dios tenía otras tres hijas más. Ahora estaba
pasando una temporada en casa de una de ellas.
Iba en varias
ocasiones a esa alameda y me lo encontraba frecuentemente por allí. Nos
conocíamos. De pronto dejó de acudir y supuse que se habría acabado el turno con
esta hija. Ya no le volví a ver más. Una vez, no recuerdo bien si la última que
nos vimos, mantuvimos una conversación que aun recuerdo.
-Pues ya,
después de más de noventa años, he podido conocer los ingredientes de la vida
–me dijo casi sin venir al caso.
-Bueno, pues yo confío
que no tenga que esperar tanto. ¿Y qué vas a hacer ahora con ellos? –le
pregunté sonriéndome.
-Nada. Da
igual, porque ya no me va a dar tiempo – me respondió con el mismo tono de
broma.
-Pero si ya los
tienes ¿de qué no te va a dar tiempo? –repliqué.
-De saber la
proporción –sentenció-. Para dominarla bien, también hay que conocer las
cantidades. De eso ya no me va a dar tiempo – y ya no supe cómo ni qué responderle.
Hace casi una semana que os marchasteis,
queridos Reyes, y es muy probable que estos sean los últimos que tienen magia
para mi hijo mayor. Con ocho años se tienen ya muchos presagios. No encajan
algunas cosas y se presienten otras. Así que no sé si es esta la última vez que
os veo partir. Por lo menos desde sus ojos (aun me queda otra pequeña de cuatro
años).
Sin embargo, hay ocasiones en
todo este maravilloso juego en que los engañados somos por una única vez los
progenitores. En ese caso los niños ya lo saben, pero no lo dicen. Puede que piensen
que una vez descubiertos ya no recibirán nada. Puede que no quieran romper el
encanto: bien vale otra mentira por no quitar la cara de ilusión que ponemos
los padres en esa mañana. Una cara que no se compra en ninguna tienda. Y algunos
como yo, porque hacernos mayores nunca nos ha gustado demasiado. Es lo que me
pasó a mí, y esto ya lo saben hasta vuestros pajes desde hace tiempo.
Yo por si acaso no hago más que
señalar a mis hijos esas huellas que tan torpemente vais dejando, pero aun así queridas
majestades, sospecho que sus sospechas están fundadas.Y aunque este año incluso los camellos nos han
tirado con su hocico los recipientes de agua por la mesa y os habéis comido las
galletas y el chocolate de los platos, habrá que rendirse a la evidencia en
algún momento. Aunque sea a costa de irse convirtiendo en adulto. Hay cosas que
únicamente pasan una vez. Es imposible volver atrás. Presentarse como si no lo
supiésemos. Hacerse de nuevas cuando estás instruido.
Crecer, cumplir años, tiene estas
cosas. Se desgastan las ilusiones. Se extravían inocencias. Se pierde espontaneidad.
Se coleccionan ausencias. Se rellenan despedidas y cuestionarios caducos. Ya no
nos dejamos la vida en casi nada. Si acaso depositamos la confianza en un Euromillón,
o aun peor, en el Euribor. Y no pasa nada. Solo que pasáis los tres, con
camellos y todo, de la más innegable realidad a la leyenda. O sea, no pasa
nada. O sí, quizá mucho. Depende desde dónde lo miremos.
Es cierto que nunca me gustó
hacerme mayor y hay solo una noche al año, esa que va del cinco al seis de
enero, en la que regreso al pasado. Fue el último regalo que os pedí hace mucho
tiempo, antes de perderos, y todavía os acordáis. Y eso prueba, a pesar de
todo, vuestra existencia.
Bueno, nada más, que tengáis un
buen viaje de vuelta. Ya veremos el año próximo, aunque sabréis queridos Reyes
que, de una manera u otra, al final siempre os he tenido muy
cerca.