viernes, 28 de septiembre de 2012

EL ORIGEN DEL MUNDO



Es cierto que hay un principio

final de muchas historias.


 


Físicos cuánticos,


Investigadores,


Catedráticos,


Pensadores,


Astrónomos,


Eruditos,


Técnicos,


Genios,


Teóricos,


Doctores,


Filósofos,


Nihilistas,


Teólogos,


Soñadores,


Matemáticos,


Intelectuales…







Y un pintor del XIX


que dio su mejor versión,


más sencilla y más certera.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

MI BOTA IZQUIERDA


La vuelta de vacaciones me ha pillado algo despistado y como hace tiempo que no publico nada, he decidido desempolvar un cuento que escribí hará unos tres años. Con el calor que ha hecho, es curioso leer algo que me ocurrió aquella nevada famosa en Madrid, en la que la mayor parte de la Comunidad quedó colapsada.

Aquí podéis comprobar de primera mano cuán patoso puedo llegar a ser sin apenas proponermelo. Algo que con el tiempo en vez de mejorar, empeora sustancialmente. Aquí os lo dejo. Es algo largo, pero dado que últimamente escasean mis entradas, me permito el lujo de daros un atracón:



 

 
Mi nombre es Paco, trabajo en la construcción y odio ponerme enfermo los fines de semana. Detesto sentirme con una ligera pesadez el viernes por la mañana, como si amaneciese con una campana extractora de humos en la cabeza, y notar que, conforme avanza el día, dicha sensación se va agravando, hasta acabar por la noche metido en la cama con el peor de los resfriados. Luego el sábado se convierte en una suerte de tortura continuada, que da paso a un domingo en el que se empiezan a aliviar los síntomas a última hora de la tarde, y concluye el lunes por la mañana sintiéndome completamente repuesto. Bueno, lo de repuesto es un decir, porque, aunque es verdad que pasas esos días tumbado en la cama, no es menos cierto que esa horizontalidad no provoca descanso, muy al contrario, te deja el cuerpo magullado, siendo un suplicio levantarse a trabajar como si tal cosa a principio de semana. Es como si me robasen parte de mi descanso.
 
No es la primera vez que me pasa. Desde luego mi empresa debe estar contenta con estas certeras “bajas” que me ocurren no sé muy bien por qué. Sospecho que en algún momento que no consigo precisar (quizá en algún inofensivo curso, en uno de esos aparentemente inocuos correos del departamento de informática, o incluso en la ya tan lejana y bienaventurada entrevista de trabajo), me hipnotizaron, a mí y a mi subconsciente, y nos prohibieron coger una baja por enfermedad los días entre semana.
 
En estos momentos estoy en una de esas dichosas bajas dominicales y, para aplacar levemente mi malestar, me dispongo a escribir lo que me ocurrió hace unos días en mi trabajo…
 
Resulta que el pasado Miércoles tuvimos una importante descarga de materiales en la obra donde estoy trabajando. Solo un par de días antes había caído una de las nevadas más copiosas y densas de los últimos lustros en la capital. Yo estaba bastante nervioso ya que lo que no era nieve era fango. Como remate, la noche anterior las temperaturas fueron bastante bajas, con lo que el día de la descarga todo el solar de entrada a la obra era una pista de hielo, y además llovía. En estos prometedores casos tomo el atajo mental de pensar que hay mucha gente peor que yo (en no me importa qué lugar, pero peor) y, en cualquier caso, no hay nada que una buena ducha caliente al final del día no solucione. Es curioso, pero en estas circunstancias límite, cuando en la obra hace un frío mortal, lo único que me impulsa a olvidarme de mis terminaciones sensitivas es esa apacible ducha caliente. Además, no sé por qué motivo científico, el frío me impide pensar con claridad y me entra una especie de risa floja... Yo achaco estos síntomas a que soy del Sur y no estoy acostumbrado a temperaturas extremas por debajo de los 10º (por encima, échale casi lo que quieras). Y lo peor, como ya dije, es que por algún solape exótico de mi mente, en vez de temblar, como el resto de los mortales, me entra la risa tonta.
 
Para colmo, como los bultos de la descarga había que meterlos a través de un agujero practicado al garaje, donde la grúa de obra no alcanza a llevarlos, contratamos a una grúa móvil para bajar el material. Aprovechando el día en el que iba a estar la grúa, hicimos coincidir para esa jornada la llegada de la herramienta de montaje de dichos bultos, de los andamios, de los tirak, de un cambio de contenedor -ya que también íbamos a aprovechar para sacar embalajes de los sótanos, y el contenedor estaba a medio llenar-, de los montadores autónomos, de los de plantilla, de los que ya estaban allí, y por supuesto, de la grúa y el trailer de marras. En un instante parecía aquello el camarote de los hermanos Marx.
 
Centrándonos en la descarga, y vista la capa de hielo y/o fango que atestaba la entrada y sus aledaños, decidimos colocar al trailer recién pasada la puerta, y con un toro mecánico, llevar los materiales hasta el pozo de ataque (el pozo de ataque es el agujero por el que íbamos a meter el material a los garajes), donde se había posicionado la grúa, con su buena tracción a las seis ruedas, para descenderlos. Al principio el toro recorría el espacio entre el trailer y la grúa apenas sin problemas, pero conforme el día avanzaba aumentado su temperatura, y el toro recorría una y otra vez ese itinerario, se iba formando una especie de arena movediza en el trayecto de uno a otro, que alcanzaba su máximo exponente en el lugar donde el toro dejaba la mercancía y la grúa la recogía. Pasado un tiempo tuvimos que consolidar esa zona de intercambio pantanosa con unas pisas de andamios que se encontraban en la inmediaciones. De esta forma los bultos descansarían sobre algo más estable. Estas operaciones se llevaban a cabo bajo una cortina de lluvia incesante que añadía aun más lodo al lugar. El primer problema llegó cuando colocamos uno de los palets que pesaba nada menos que 1.300 kg, sobre las pisas de los andamios. Casi lo perdemos de vista, fagocitado por el barro. No se lo que pasó, pero por un momento creí que íbamos a descender hasta el núcleo de la tierra, a esa bolita de hierro y níquel que se encuentra en el centro de nuestro planeta. Esto nos obligó a reforzar aun más las pisas con un par de palets sueltos, por lo menos para que nos dejase espacio para meter las eslingas por debajo.
 
En esas manipulaciones nos encontrábamos, cuando apareció el del cambio del contenedor (en el mejor sitio, pero en el peor momento), y ya que los montadores estaban ocupados en realizar las labores anteriormente descritas, no quise interrumpirles y me encargué personalmente de comunicarle donde estaba el contenedor a retirar y donde había de depositar el otro. Fui sorteando posibles peligros congelados hasta que, en un descuido en el que indicaba al conductor más o menos la posición donde dejar el contenedor vacío, pisé una placa de hielo que, tal y como dije antes, con el avanzar del día se había ido derritiendo. El hecho es que el hielo se agrietó y acabé con las botas metidas en agua hasta las rodillas, que como mucho, y según las leyes de la física, se hallaba a 0ºC. Os juro que no sé como, la risa tonta se me cortó de inmediato, y también os juro que en un primer momento no sentí nada en mis pies, aunque, eso si, notaba como una larga y afilada aguja helada se me iba clavando lentamente entre el cerebelo y el bulbo raquídeo, mientras maldecía todas las veces que quise conocer la nieve antes de cumplir los 16, en tercero de Bachillerato, que fue cuando, en una excursión con el colegio, me llevaron a Granada y la vi por vez primera.
 
No se cuanto tiempo estuve en esa tesitura, porque creo que entré en un bucle espacio-tiempo anocoaxial promovido por un brusco descenso de la temperatura de mis neuronas. Lo que si recuerdo es que cuando volví en mi el tipo del contenedor me miraba con una cara entre prudente e impaciente, y yo solo acerté a decirle algo así como “Déjalo donde te salga de los cojones…” y me fui al coche a ver que podía hacer. Cualquiera que me conozca sabe lo poco dado que soy a decir exabruptos, lo que pasa es que después de lo ocurrido, yo ya no era yo. Se comprende que el excesivo frío debió trastocar algo más allá de lo que es mi personalidad. Así que sin importarme demasiado lo que acababa de ocurrir, decidí pasar del coche, ignorando lo sucedido, y recrearme en plantar cara a lo que se atreviese a venirme por delante, como si fuese protagonista de Al Filo de lo Imposible, como si fuese Lawrence de Arabia, o ya puestos y mejor enfocado, el mismísimo Dr. Zhivago, por eso de los paseos que este hombre se daba por la gélida Rusia.
 
Terminamos la descarga y finalmente teníamos que dejar los palets y las pisas es su sitio. Estaban tan profundos, que la única manera de rescatarlos fue sacándolos con la grúa. Naturalmente el lugar quedó convertido en una replica del famoso Triángulo de las Bermudas y, como aún me sentía fuera de mí, pletórico, me dispuse a despedir al tipo de la grúa con la satisfacción del trabajo bien hecho. Mientras arrancaba el vehículo, yo iba caminando por el lodo al más puro estilo John Wayne en la película "Río Grande". La grúa enfilaba la puerta de salida y yo la acompañaba mientras agitaba mi mano en señal de despedida, sin percatarme de que estaba a punto de meterme en todo el baricentro del citado triángulo. Y así fue como noté que mi bota izquierda era succionada insólitamente, como haciendo el vacío, hasta que fue arrancada de mi pié. Quise recuperarla con la punta de mis dedos, pero fue inútil. Al contrario, veía como mi bota se hundía, se hundía, se hundía, y se hundía hasta Dios sabe que estrato terráqueo. El dichoso Triángulo de las Bermudas atraía a mi bota izquierda hasta el fondo de su misterio. De pronto volví otra vez a ser yo, a recuperar mi personalidad normal y formal, y sentí una vergüenza enorme al creer que alguien podía estar observándome en estos momentos. Una disimulada mirada confirmó que nadie estaba atento a mi situación, lo cual me hizo pensar que, en el caso de haber tenido peor suerte y haber caído con los dos pies, el fango ya me llegaría por la cintura. Parecería  Johnny Weissmuller en una de sus típicas escenas hundiéndose en la ciénaga, aunque esta vez sin una Chita que avisase a un elefante salvador.
 
Al principio intenté disimular la falta de calzado, pero caí en la cuenta de que, con el barro que se arremolinaba a mis pies, era imposible saber si debajo había o no bota alguna, con lo que caminé hasta el coche sin problema, aunque encubriendo con la más elevada de las dignidades la cojera de mí pié desnudo. Lo que ocurrió después forma parte de mi patrimonio íntimo y vital, por lo que obviaré entrar en detalles de cómo llegué hasta mi domicilio. De cómo apareció el rellano de mi puerta lleno de barro. De cómo pasé a través del pasillo hasta el baño de mi casa. Puede que exista una segunda parte de este texto, o puede que lo deje escrito y que póstumamente sea vendido por algún heredero sin escrúpulos, tal como ocurrió hace ya algún tiempo con el fallecido autor de “Lolita” y algunos de sus escritos no publicados. Aunque lo verdaderamente importante es que mi bota izquierda quedó sedimentada bajo capas y capas de cieno. Había definitivamente desaparecido, y creo que no la recuperaré jamás.
 
Por otra parte, y sobre este incidente, reflexiono pensando que no se sabe que acontecerá en el porvenir de la historia, pero es posible que algún año, siglos y siglos después de este episodio, a algún arqueólogo le de por investigar la superficie del edificio ahora en construcción, en un futuro en ruinas, y halle entre sus tesoros mi bota izquierda, bien conservada y casi petrificada, en barro de calidad. No estoy diciendo ningún disparate. Sin ir más lejos, una de las joyas del Museo Arqueológico de Jerez (desgraciadamente cerrado ahora) es un casco griego que se conservó en el limo de la ladera de mi añorado río Guadalete. Lo que menos gente sabe es que este distinguido casco estuvo unos años antes de ser expuesto al público en la ventana de una de las casas cercanas al río. Y no se empleaba precisamente para proteger cabezas, sino que girándolo 180º de su posición correcta, había cambiado este oficio por el de tiesto macetero, criando en su seno claveles o alguna que otra planta local. Alguien lo desenterraría y no halló mejor utilidad que rellenarlo de tierra y sembrarlo con semillas. En Jerez somos así de imaginativos: Nos dan un casco del siglo VII antes de Cristo, y buscamos la funcionalidad del elemento aplicado a nuestros días.
 
Lo que no sé es como llegó a salir del anonimato. Ni quién descubriría que aquel receptáculo era algo más que un simple florero, y lo rescató llevándolo a los expertos adecuados. Pero la vida es así, un día estas de maceta y recibiendo abono (o sea, echándote mierda por encima), y otro eres el protagonista de todo un Museo Arqueológico. Aunque lo usual es que sea al contrario, que pases de la adulación y las lisonjas al ostracismo más severo. Qué le vamos a hacer.
 
De todas formas, la aventura de este casco griego siempre me ha cautivado. Más de una vez me he sorprendido mirándolo absorto, imaginando quienes debieron de portarlo, cómo llegó hasta allí, quién debió perderlo y de qué manera; si fue en una contienda o por un despiste que quedó olvidado para que futuras generaciones lo encontrasen… Quizá esconda una historia de coraje y fuera arrojado al suelo con ira, o quizá, y según las últimas hipótesis, estuviera relacionado con una actividad ritual relacionada con el agua fluvial. Me parece una intriga sobre la que se puede fantasear y suponer enormemente. Por eso yo ahora, mientras me sueno la nariz con un pañuelo –algo me decía que después de esto iba a acabar metido en cama-, y escribo estas líneas, no dejo de soñar con que, un siglo de estos, mi bota izquierda presida la sala principal del mejor de los museos de Madrid.