La vuelta de vacaciones me ha pillado algo despistado y como hace tiempo que no publico nada, he decidido desempolvar un cuento que escribí hará unos tres años. Con el calor que ha hecho, es curioso leer algo que me ocurrió aquella nevada famosa en Madrid, en la que la mayor parte de la Comunidad quedó colapsada.
Aquí podéis comprobar de primera mano cuán patoso puedo llegar a ser sin apenas proponermelo. Algo que con el tiempo en vez de mejorar, empeora sustancialmente. Aquí os lo dejo. Es algo largo, pero dado que últimamente escasean mis entradas, me permito el lujo de daros un atracón:
Mi nombre es Paco, trabajo en la construcción y odio
ponerme enfermo los fines de semana. Detesto sentirme con una ligera pesadez el
viernes por la mañana, como si amaneciese con una campana extractora de humos
en la cabeza, y notar que, conforme avanza el día, dicha sensación se va
agravando, hasta acabar por la noche metido en la cama con el peor de los
resfriados. Luego el sábado se convierte en una suerte de tortura continuada, que
da paso a un domingo en el que se empiezan a aliviar los síntomas a última hora
de la tarde, y concluye el lunes por la mañana sintiéndome completamente
repuesto. Bueno, lo de repuesto es un decir, porque, aunque es verdad que pasas
esos días tumbado en la cama, no es menos cierto que esa horizontalidad no
provoca descanso, muy al contrario, te deja el cuerpo magullado, siendo un suplicio
levantarse a trabajar como si tal cosa a principio de semana. Es como si me
robasen parte de mi descanso.
No es la primera vez que me pasa. Desde luego mi
empresa debe estar contenta con estas certeras “bajas” que me ocurren no sé muy
bien por qué. Sospecho que en algún momento que no consigo precisar (quizá en algún
inofensivo curso, en uno de esos aparentemente inocuos correos del departamento
de informática, o incluso en la ya tan lejana y bienaventurada entrevista de
trabajo), me hipnotizaron, a mí y a mi subconsciente, y nos prohibieron coger
una baja por enfermedad los días entre semana.
En estos momentos estoy en una de esas dichosas bajas
dominicales y, para aplacar levemente mi malestar, me dispongo a escribir lo
que me ocurrió hace unos días en mi trabajo…
Resulta que el pasado Miércoles tuvimos una importante
descarga de materiales en la obra donde estoy trabajando. Solo un par de días
antes había caído una de las nevadas más copiosas y densas de los últimos
lustros en la capital. Yo estaba bastante nervioso ya que lo que no era nieve
era fango. Como remate, la noche anterior las temperaturas fueron bastante
bajas, con lo que el día de la descarga todo el solar de entrada a la obra era
una pista de hielo, y además llovía. En estos prometedores casos tomo el atajo
mental de pensar que hay mucha gente peor que yo (en no me importa qué lugar,
pero peor) y, en cualquier caso, no hay nada que una buena ducha caliente al
final del día no solucione. Es curioso, pero en estas circunstancias límite,
cuando en la obra hace un frío mortal, lo único que me impulsa a olvidarme de
mis terminaciones sensitivas es esa apacible ducha caliente. Además, no sé por qué
motivo científico, el frío me impide pensar con claridad y me entra una especie
de risa floja... Yo achaco estos síntomas a que soy del Sur y no estoy
acostumbrado a temperaturas extremas por debajo de los 10º (por encima, échale casi
lo que quieras). Y lo peor, como ya dije, es que por algún solape exótico de mi
mente, en vez de temblar, como el resto de los mortales, me entra la risa
tonta.
Para colmo, como los bultos de la descarga había que
meterlos a través de un agujero practicado al garaje, donde la grúa de obra no
alcanza a llevarlos, contratamos a una grúa móvil para bajar el material.
Aprovechando el día en el que iba a estar la grúa, hicimos coincidir para esa
jornada la llegada de la herramienta de montaje de dichos bultos, de los
andamios, de los tirak, de un cambio de contenedor -ya que también íbamos a
aprovechar para sacar embalajes de los sótanos, y el contenedor estaba a medio
llenar-, de los montadores autónomos, de los de plantilla, de los que ya
estaban allí, y por supuesto, de la grúa y el trailer de marras. En un instante
parecía aquello el camarote de los hermanos Marx.
Centrándonos en la descarga, y vista la capa de hielo
y/o fango que atestaba la entrada y sus aledaños, decidimos colocar al trailer
recién pasada la puerta, y con un toro mecánico, llevar los materiales hasta el
pozo de ataque (el pozo de ataque es el agujero por el que íbamos a meter el
material a los garajes), donde se había posicionado la grúa, con su buena
tracción a las seis ruedas, para descenderlos. Al principio el toro recorría el
espacio entre el trailer y la grúa apenas sin problemas, pero conforme el día avanzaba
aumentado su temperatura, y el toro recorría una y otra vez ese itinerario, se
iba formando una especie de arena movediza en el trayecto de uno a otro, que
alcanzaba su máximo exponente en el lugar donde el toro dejaba la mercancía y
la grúa la recogía. Pasado un tiempo tuvimos que consolidar esa zona de
intercambio pantanosa con unas pisas de andamios que se encontraban en la
inmediaciones. De esta forma los bultos descansarían sobre algo más estable.
Estas operaciones se llevaban a cabo bajo una cortina de lluvia incesante que
añadía aun más lodo al lugar. El primer problema llegó cuando colocamos uno de
los palets que pesaba nada menos que 1.300 kg , sobre las pisas de los andamios. Casi
lo perdemos de vista, fagocitado por el barro. No se lo que pasó, pero por un
momento creí que íbamos a descender hasta el núcleo de la tierra, a esa bolita
de hierro y níquel que se encuentra en el centro de nuestro planeta. Esto nos
obligó a reforzar aun más las pisas con un par de palets sueltos, por lo menos
para que nos dejase espacio para meter las eslingas por debajo.
En esas manipulaciones nos encontrábamos, cuando
apareció el del cambio del contenedor (en el mejor sitio, pero en el peor
momento), y ya que los montadores estaban ocupados en realizar las labores anteriormente
descritas, no quise interrumpirles y me encargué personalmente de comunicarle
donde estaba el contenedor a retirar y donde había de depositar el otro. Fui
sorteando posibles peligros congelados hasta que, en un descuido en el que
indicaba al conductor más o menos la posición donde dejar el contenedor vacío,
pisé una placa de hielo que, tal y como dije antes, con el avanzar del día se
había ido derritiendo. El hecho es que el hielo se agrietó y acabé con las
botas metidas en agua hasta las rodillas, que como mucho, y según las leyes de
la física, se hallaba a 0ºC .
Os juro que no sé como, la risa tonta se me cortó de inmediato, y también os
juro que en un primer momento no sentí nada en mis pies, aunque, eso si, notaba
como una larga y afilada aguja helada se me iba clavando lentamente entre el
cerebelo y el bulbo raquídeo, mientras maldecía todas las veces que quise
conocer la nieve antes de cumplir los 16, en tercero de Bachillerato, que fue
cuando, en una excursión con el colegio, me llevaron a Granada y la vi por vez primera.
No se cuanto tiempo estuve en esa tesitura, porque
creo que entré en un bucle espacio-tiempo anocoaxial promovido por un brusco
descenso de la temperatura de mis neuronas. Lo que si recuerdo es que cuando
volví en mi el tipo del contenedor me miraba con una cara entre prudente e
impaciente, y yo solo acerté a decirle algo así como “Déjalo donde te salga de
los cojones…” y me fui al coche a ver que podía hacer. Cualquiera que me
conozca sabe lo poco dado que soy a decir exabruptos, lo que pasa es que
después de lo ocurrido, yo ya no era yo. Se comprende que el
excesivo frío debió trastocar algo más allá de lo que es mi personalidad. Así
que sin importarme demasiado lo que acababa de ocurrir, decidí pasar del coche,
ignorando lo sucedido, y recrearme en plantar cara a lo que se atreviese a
venirme por delante, como si fuese protagonista de Al Filo de lo Imposible, como
si fuese Lawrence de Arabia, o ya puestos y mejor enfocado, el mismísimo Dr.
Zhivago, por eso de los paseos que este hombre se daba por la gélida Rusia.
Terminamos la descarga y finalmente teníamos que dejar
los palets y las pisas es su sitio. Estaban tan profundos, que la única manera
de rescatarlos fue sacándolos con la grúa. Naturalmente el lugar quedó convertido
en una replica del famoso Triángulo de las Bermudas y, como aún me sentía fuera
de mí, pletórico, me dispuse a despedir al tipo de la grúa con la satisfacción
del trabajo bien hecho. Mientras arrancaba el vehículo, yo iba caminando por el
lodo al más puro estilo John Wayne en la película "Río Grande". La
grúa enfilaba la puerta de salida y yo la acompañaba mientras agitaba mi mano
en señal de despedida, sin percatarme de que estaba a punto de meterme en todo
el baricentro del citado triángulo. Y así fue como noté que mi bota izquierda
era succionada insólitamente, como haciendo el vacío, hasta que fue arrancada
de mi pié. Quise recuperarla con la punta de mis dedos, pero fue inútil. Al
contrario, veía como mi bota se hundía, se hundía, se hundía, y se hundía hasta
Dios sabe que estrato terráqueo. El dichoso Triángulo de las Bermudas atraía a
mi bota izquierda hasta el fondo de su misterio. De pronto volví otra vez a ser
yo, a recuperar mi personalidad normal y formal, y sentí una vergüenza enorme al
creer que alguien podía estar observándome en estos momentos. Una disimulada
mirada confirmó que nadie estaba atento a mi situación, lo cual me hizo pensar
que, en el caso de haber tenido peor suerte y haber caído con los dos pies, el
fango ya me llegaría por la cintura. Parecería Johnny Weissmuller en una de sus típicas escenas
hundiéndose en la ciénaga, aunque esta vez sin una Chita que avisase a un
elefante salvador.
Al principio intenté disimular la falta de calzado,
pero caí en la cuenta de que, con el barro que se arremolinaba a mis pies, era
imposible saber si debajo había o no bota alguna, con lo que caminé hasta el
coche sin problema, aunque encubriendo con la más elevada de las dignidades la
cojera de mí pié desnudo. Lo que ocurrió después forma parte de mi patrimonio
íntimo y vital, por lo que obviaré entrar en detalles de cómo llegué hasta mi domicilio.
De cómo apareció el rellano de mi puerta lleno de barro. De cómo pasé a través
del pasillo hasta el baño de mi casa. Puede que exista una segunda parte de
este texto, o puede que lo deje escrito y que póstumamente sea vendido por
algún heredero sin escrúpulos, tal como ocurrió hace ya algún tiempo con el fallecido
autor de “Lolita” y algunos de sus escritos no publicados. Aunque lo
verdaderamente importante es que mi bota izquierda quedó sedimentada bajo capas
y capas de cieno. Había definitivamente desaparecido, y creo que no la
recuperaré jamás.
Por otra parte, y sobre este incidente, reflexiono
pensando que no se sabe que acontecerá en el porvenir de la historia, pero es
posible que algún año, siglos y siglos después de este episodio, a algún
arqueólogo le de por investigar la superficie del edificio ahora en
construcción, en un futuro en ruinas, y halle entre sus tesoros mi bota
izquierda, bien conservada y casi petrificada, en barro de calidad. No estoy
diciendo ningún disparate. Sin ir más lejos, una de las joyas del Museo Arqueológico
de Jerez (desgraciadamente cerrado ahora) es un casco griego que se conservó en
el limo de la ladera de mi añorado río Guadalete. Lo que menos gente sabe es
que este distinguido casco estuvo unos años antes de ser expuesto al público en
la ventana de una de las casas cercanas al río. Y no se empleaba precisamente para
proteger cabezas, sino que girándolo 180º de su posición correcta, había
cambiado este oficio por el de tiesto macetero, criando en su seno claveles o alguna
que otra planta local. Alguien lo desenterraría y no halló mejor utilidad que
rellenarlo de tierra y sembrarlo con semillas. En Jerez somos así de
imaginativos: Nos dan un casco del siglo VII antes de Cristo, y buscamos la
funcionalidad del elemento aplicado a nuestros días.
Lo que no sé es como llegó a salir del anonimato. Ni quién
descubriría que aquel receptáculo era algo más que un simple florero, y lo
rescató llevándolo a los expertos adecuados. Pero la vida es así, un día estas
de maceta y recibiendo abono (o sea, echándote mierda por encima), y otro eres
el protagonista de todo un Museo Arqueológico. Aunque lo usual es que sea al
contrario, que pases de la adulación y las lisonjas al ostracismo más severo. Qué
le vamos a hacer.
De todas formas, la aventura de este casco griego
siempre me ha cautivado. Más de una vez me he sorprendido mirándolo absorto, imaginando
quienes debieron de portarlo, cómo llegó hasta allí, quién debió perderlo y de
qué manera; si fue en una contienda o por un despiste que quedó olvidado para
que futuras generaciones lo encontrasen… Quizá esconda una historia de coraje y
fuera arrojado al suelo con ira, o quizá, y según las últimas hipótesis,
estuviera relacionado con una actividad ritual relacionada con el agua fluvial.
Me parece una intriga sobre la que se puede fantasear y suponer enormemente. Por
eso yo ahora, mientras me sueno la nariz con un pañuelo –algo me decía que
después de esto iba a acabar metido en cama-, y escribo estas líneas, no dejo
de soñar con que, un siglo de estos, mi bota izquierda presida la sala
principal del mejor de los museos de Madrid.
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