Como
es festivo, vamos a ir al centro. Hay una exposición de Pixar que les puede
entusiasmar. Ella tiene trabajo pendiente, así que me voy yo solo con ellos.
Una vez listos, emprendemos la marcha. Mejor en transporte público. Algunas
estaciones y un transbordo es todo lo que necesitamos.
El
metro les encanta. Puede que en algunos años, cuando forme parte de su trajín
diario, acaben aborreciéndolo, pero ahora es más que una atracción. No paran de
curiosear. Escuchar. Jugar. Observar. Bajamos para tomar otra línea que nos
llevará al destino. Deciden que en el próximo quieren ir lo más delante
posible. Ya en el andén el tren sale del túnel. La más pequeña la llevo de la
mano, pero el mayor, de nueve años, va un poco por libre.
El
tren se detiene y abre las puertas. El niño sale corriendo para alcanzar el
primer vagón. Le advierto que se espere. No me obedece. ¿No me escucha con el
barullo de gente? ¿Pasa de mí? El trasiego de personas que sale y que entra ha
acabado. A mí no me da tiempo a llegar hasta donde está él. De pronto suena el
silbato que indica que el tren va a proseguir su marcha. En vista de que no
sale, decido entrar aunque sea algún vagón más atrás: ya lo veré a través de
los cristales y nos uniremos en la próxima estación. Entro con la niña de la
mano y las puertas se cierran.
A
la vez que yo hago esto, él ha pensado por su cuenta. No me ha visto entrar y
cuando suena el silbato, decide salir al andén. Justo ahí me ve cruzar algunas
puertas más atrás y corre, pero para cuando llega, las puertas ya se han
cerrado y los mandos no responden.
Estamos a escasos milímetros y el tren inicia su marcha. Yo no veo mi
cara, pero la suya es de pánico. De angustia. De desconsuelo. Supongo que
aparte de quedarse solo, su mente no encuentra una solución a esto que le está
sucediendo.
-¡Espérate
y no te muevas! ¡Quédate ahí! ¡En un rato vengo a por ti!- acierto a gritarle a
través de los cristales.
Le
veo caminar abatido hacia un asiento. Entramos en el túnel y se vuelve todo
oscuro. Suspiro. Escucho el murmullo de algunos pasajeros. Pienso en usar la
parada de emergencia. Desisto: entre que se aclara el motivo de la parada y
deciden dar marcha atrás, si es que les convenzo de eso, habrá transcurrido más
tiempo que en dar la vuelta en la siguiente estación.
Suspiro
hondo. La niña y yo nos miramos. Con la mirada me pregunta. Trago saliva. Debe
notarme nervioso –ahora nos bajaremos en la siguiente y ya volvemos por él- le
digo aparentando indiferencia. También sin decirme nada asiente, se coge más
fuerte de mi mano y se acerca más a mí. Lo que tú digas, parece pensar.
El
trayecto se me hace eterno. Se abren las puertas y corremos para el lado
opuesto. Ya en el sitio el luminoso indica que faltan tres minutos para que el
tren llegue. Me dirijo al final de la estación, pues así en cuanto vuelva mi
hijo podrá verme lo antes posible. El quedó al principio de la de ida, por lo
que será el final de la de vuelta.
De
regreso el camino es aun más eterno que antes. Un tren pasa en sentido
contrario. Más eterno que antes. Se hace la luz y busco a mi hijo en el asiento
donde lo dejé. No está. No está. No está. ¿Y si alguien le ha convencido para
irse con él? ¿Y si ha cogido el siguiente tren con la intención de seguirme? ¿Y
si…?
Me
bajo y encuentro a un guardia de seguridad. Le balbuceo el caso –no se
preocupe, vamos a ir a la garita y dar la alarma, sígame- me comenta. De camino
veo como se acerca otro guardia. Sí, parece que es él. Ya puedo respirar
tranquilo, lleva a mi hijo a su lado. Corre a abrazarme y le sonrío. Ya le
sermonearé más adelante, ahora lo que me apetece es abrazarle. Habrán sido los
siete minutos más largos de mi historia.
-Lo
vi llorar en el asiento…- parece justificar el guardia.
-Gracias,
muchas gracias, no sé cuál de los dos se ha asustado más – le digo.
Reanudamos
nuestro plan. Hoy no se despagarán de mi lado en toda la exposición de Pixar. Y
si lo hacen, me advierten convenientemente. Tan dóciles y disciplinados como
nunca. De hecho, al cabo del rato, cuando ya todos nos hemos calmado y
permanecemos pensativos, la niña rompe el silencio y espontáneamente le increpa
a su hermano:
-¡Casi
me haces llorar, tonto!
4 comentarios:
Vaya angustia, me ha recordado cuando se me perdió uno en la calle del infierno de la feria de Sevilla, pero esto es peor, le viste perderse a cámara lenta.
Un abrazo aliviao.
Los "cacharritos" de la feria tiene eso. Que te despistas y pierdes media descendencia...
Abrazos livianos.
Espero que cumplas tu palabra al igual que yo he cumplido la mía.
Qué mínimo que una entradita contando un par de anécdotas de cómo os lo habéis pasado estos días por allí.
Espero que adivines quién soy (por tu propio bien, muajjajajaja)
Te aseguro que cumpliré mi palabra, es lo único que tengo.
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