El otro día casi
exploto con mis hijos. Fuimos a un centro comercial y se portaron fatal. Luego
en el coche continuaron a peor y no me pude contener. Les regañé duramente. No
sé cómo pueden estar siempre discutiendo entre ellos. Cualquier cosa del otro
les incomoda. Siempre quieren tener razón. No ceden. Acaban discutiendo.
Llorando. Refunfuñando.
Cuando lo pienso me
pongo triste, aunque no lo muestre. Me disgusta la posibilidad de que de
mayores sigan con esa rutina. Aunque mis hermanos y yo, que ahora nos llevamos bastante
bien, hemos tenido broncas de espanto.
Ya teníamos cierta
edad cuando me recuerdo en una de ellas gritando por el pasillo de mi casa.
Detrás iba mi hermano Gabriel que debía gritar igual o más que yo. Me parece
que todo empezó porque uno de los dos no podía estudiar pues el otro estaba
haciendo alguna actividad que emitía un ruido incómodo. Apuesto a que yo era el
del ruido. No cedíamos ninguno y mis padres estaban fuera, por lo que no había
jueces que dictaminasen una solución más o menos objetiva.
La polémica aumentaba
y los nervios bullían. Tuvimos el encontronazo en la entrada de su dormitorio.
Éramos él, yo, y la puerta, que se llevó la peor parte. En el forcejeo acabé
metiendo el puño por la parte de atrás de la puerta, sin que afortunadamente
llegara a salir por el otro lado. La madera se quebró y le hice un agujero.
Nos quedamos
paralizados. Nos habíamos pasado. Y mucho. De pronto toda la ira, toda la
tensión, todas las diferencias se desvanecieron. No nos lo echamos en cara. En
apenas un segundo, sorprendentemente, estábamos buscando una solución en equipo.
Restaurar la zona era bastante complicado. Una puerta nueva se iba de presupuesto
y se notaría demasiado. Decir que nos habíamos tropezado no convencía, pues el
agujero estaba muy alto para una caída. Después de varias opciones más,
encontramos la definitiva: Tapar el agujero con una pegatina.
Sin embargo, una sola
la delataría, así que buscamos otras y las repartimos. Había que disimular. Que
diversificar riesgos, como en la ruleta. La puerta se acabó llenando de
pegatinas. Nunca hemos sido de los que ponen pegatinas en las puertas, pero
había causa de fuerza mayor. Y aunque para nuestro gusto aquello quedó horrendo,
todo parecía haberse solucionado a la perfección. Solo hubo algún comentario de
mis padres sobre el porqué de esa moda que nos había dado ahora con las
pegatinas. Que si era una horterada. Que al menos podríamos haber consultado… Mi
hermano y yo nos miramos, pusimos cara de póker, y ya no se habló más del tema.
Algunos años después,
estábamos en el tanatorio con el cuerpo de mi padre cerca. Mi madre había fallecido
también tres años antes. Yo estaba bastante perjudicado y tenía mucho dolor. Me
sentía en un pozo sin fondo. Agobiado. Angustiado. Sin comprender nada. Entonces
mi hermano se acercó lentamente hasta donde yo estaba y con cara pensativa,
mirando hacia otro lado, me susurró al oído:
-Al final, Paco, no se
dieron cuenta del puñetazo en la puerta.
Y me dejó ahí.
Mientras se volvía muy serio hasta su silla. Con una seguridad que pocas veces
le he visto y sabiendo que le había ganado a la muerte. Me dejó ahí. Sin saber
si ponerme a llorar sin resuello, si soltar una carcajada, si esconderme, si marcharme
a vivir la vida o no sé qué extraña reacción. Me dejó ahí.
La puerta con su
pegatina de la Feria del Caballo de Jerez aún sigue hoy. La única que no hemos
quitado de todas las que pusimos. Estratégicamente colocada. Continuando con su
misión de ocultar el agujero más secreto y hondo de toda la casa. El agujero más
obstinado y más añorado. El agujero que dejaron mis padres cuando se marcharon.
Aunque ahora, con más
años a cuestas y dos hijos, me pregunto si realmente se fueron sin saberlo.
Puede que lo viesen e hicieran como si no lo hubiesen descubierto. Entonces el
secreto sería de todos y para todos. Porque lo buenos padres, como lo eran los
míos, son los que a veces saben lo que no han visto, y otras, hacen que no ven
lo que no les conviene saber.