Hace casi una semana que os marchasteis,
queridos Reyes, y es muy probable que estos sean los últimos que tienen magia
para mi hijo mayor. Con ocho años se tienen ya muchos presagios. No encajan
algunas cosas y se presienten otras. Así que no sé si es esta la última vez que
os veo partir. Por lo menos desde sus ojos (aun me queda otra pequeña de cuatro
años).
Sin embargo, hay ocasiones en
todo este maravilloso juego en que los engañados somos por una única vez los
progenitores. En ese caso los niños ya lo saben, pero no lo dicen. Puede que piensen
que una vez descubiertos ya no recibirán nada. Puede que no quieran romper el
encanto: bien vale otra mentira por no quitar la cara de ilusión que ponemos
los padres en esa mañana. Una cara que no se compra en ninguna tienda. Y algunos
como yo, porque hacernos mayores nunca nos ha gustado demasiado. Es lo que me
pasó a mí, y esto ya lo saben hasta vuestros pajes desde hace tiempo.
Yo por si acaso no hago más que
señalar a mis hijos esas huellas que tan torpemente vais dejando, pero aun así queridas
majestades, sospecho que sus sospechas están fundadas. Y aunque este año incluso los camellos nos han
tirado con su hocico los recipientes de agua por la mesa y os habéis comido las
galletas y el chocolate de los platos, habrá que rendirse a la evidencia en
algún momento. Aunque sea a costa de irse convirtiendo en adulto. Hay cosas que
únicamente pasan una vez. Es imposible volver atrás. Presentarse como si no lo
supiésemos. Hacerse de nuevas cuando estás instruido.
Crecer, cumplir años, tiene estas
cosas. Se desgastan las ilusiones. Se extravían inocencias. Se pierde espontaneidad.
Se coleccionan ausencias. Se rellenan despedidas y cuestionarios caducos. Ya no
nos dejamos la vida en casi nada. Si acaso depositamos la confianza en un Euromillón,
o aun peor, en el Euribor. Y no pasa nada. Solo que pasáis los tres, con
camellos y todo, de la más innegable realidad a la leyenda. O sea, no pasa
nada. O sí, quizá mucho. Depende desde dónde lo miremos.
Es cierto que nunca me gustó
hacerme mayor y hay solo una noche al año, esa que va del cinco al seis de
enero, en la que regreso al pasado. Fue el último regalo que os pedí hace mucho
tiempo, antes de perderos, y todavía os acordáis. Y eso prueba, a pesar de
todo, vuestra existencia.
Bueno, nada más, que tengáis un
buen viaje de vuelta. Ya veremos el año próximo, aunque sabréis queridos Reyes
que, de una manera u otra, al final siempre os he tenido muy
cerca.