A veces me llegan como víctimas de guerra: destrozados,
arañados, doblados, o sencillamente decapitados. Me suplicáis con la mirada una
solución, un milagro que los recupere.
Entonces yo los cojo y caso a caso los examino. Los
analizo. Y empiezo a maniobrar. A veces me ayudo de algún utensilio de cocina.
Otras tengo que utilizar una herramienta. Y otras simplemente con los dedos. La
mayoría de las veces tengo éxito.
Como en una liturgia pagana, el juguete regresa a la
vida. Lo recogéis satisfechos. Me miráis agradecidos y orgullosos. “No esperaba
menos de ti”, parece decir vuestro gesto.
Me imagino que para vosotros mis manos son mágicas.
Otras veces acudís sollozando. Un golpe fortuito, una
pequeña contrariedad o un capricho negado provocan un desconsolado llanto. Os
abrazo. Os beso. Y las lágrimas empiezan a remitir. Un par de caricias más y
dejan de brotar.
Papá lo arregla y lo cura todo, debéis pensar. Papá es
Dios.
Para mí, mi padre también fue Dios. Pero un día me di
cuenta de que no era infalible. De que era mortal y humano. Y que se equivocaba,
como me equivoco yo con vosotros. Y le quise más.
Espero que algún día, cuando me descubráis en la impostura, os ocurra lo mismo conmigo. Jugar
a ser Dios, siendo imperfecto, no es banal. No es un juego de niños.