sábado, 24 de mayo de 2014

METRO

 
 
Como es festivo, vamos a ir al centro. Hay una exposición de Pixar que les puede entusiasmar. Ella tiene trabajo pendiente, así que me voy yo solo con ellos. Una vez listos, emprendemos la marcha. Mejor en transporte público. Algunas estaciones y un transbordo es todo lo que necesitamos.
 
El metro les encanta. Puede que en algunos años, cuando forme parte de su trajín diario, acaben aborreciéndolo, pero ahora es más que una atracción. No paran de curiosear. Escuchar. Jugar. Observar. Bajamos para tomar otra línea que nos llevará al destino. Deciden que en el próximo quieren ir lo más delante posible. Ya en el andén el tren sale del túnel. La más pequeña la llevo de la mano, pero el mayor, de nueve años, va un poco por libre.
 
El tren se detiene y abre las puertas. El niño sale corriendo para alcanzar el primer vagón. Le advierto que se espere. No me obedece. ¿No me escucha con el barullo de gente? ¿Pasa de mí? El trasiego de personas que sale y que entra ha acabado. A mí no me da tiempo a llegar hasta donde está él. De pronto suena el silbato que indica que el tren va a proseguir su marcha. En vista de que no sale, decido entrar aunque sea algún vagón más atrás: ya lo veré a través de los cristales y nos uniremos en la próxima estación. Entro con la niña de la mano y las puertas se cierran.
 
A la vez que yo hago esto, él ha pensado por su cuenta. No me ha visto entrar y cuando suena el silbato, decide salir al andén. Justo ahí me ve cruzar algunas puertas más atrás y corre, pero para cuando llega, las puertas ya se han cerrado y los mandos no responden.  Estamos a escasos milímetros y el tren inicia su marcha. Yo no veo mi cara, pero la suya es de pánico. De angustia. De desconsuelo. Supongo que aparte de quedarse solo, su mente no encuentra una solución a esto que le está sucediendo.
 
-¡Espérate y no te muevas! ¡Quédate ahí! ¡En un rato vengo a por ti!- acierto a gritarle a través de los cristales.
 
Le veo caminar abatido hacia un asiento. Entramos en el túnel y se vuelve todo oscuro. Suspiro. Escucho el murmullo de algunos pasajeros. Pienso en usar la parada de emergencia. Desisto: entre que se aclara el motivo de la parada y deciden dar marcha atrás, si es que les convenzo de eso, habrá transcurrido más tiempo que en dar la vuelta en la siguiente estación. 
 
Suspiro hondo. La niña y yo nos miramos. Con la mirada me pregunta. Trago saliva. Debe notarme nervioso –ahora nos bajaremos en la siguiente y ya volvemos por él- le digo aparentando indiferencia. También sin decirme nada asiente, se coge más fuerte de mi mano y se acerca más a mí. Lo que tú digas, parece pensar.
 
El trayecto se me hace eterno. Se abren las puertas y corremos para el lado opuesto. Ya en el sitio el luminoso indica que faltan tres minutos para que el tren llegue. Me dirijo al final de la estación, pues así en cuanto vuelva mi hijo podrá verme lo antes posible. El quedó al principio de la de ida, por lo que será el final de la de vuelta.
 
De regreso el camino es aun más eterno que antes. Un tren pasa en sentido contrario. Más eterno que antes. Se hace la luz y busco a mi hijo en el asiento donde lo dejé. No está. No está. No está. ¿Y si alguien le ha convencido para irse con él? ¿Y si ha cogido el siguiente tren con la intención de seguirme? ¿Y si…?
 
Me bajo y encuentro a un guardia de seguridad. Le balbuceo el caso –no se preocupe, vamos a ir a la garita y dar la alarma, sígame- me comenta. De camino veo como se acerca otro guardia. Sí, parece que es él. Ya puedo respirar tranquilo, lleva a mi hijo a su lado. Corre a abrazarme y le sonrío. Ya le sermonearé más adelante, ahora lo que me apetece es abrazarle. Habrán sido los siete minutos más largos de mi historia.
-Lo vi llorar en el asiento…- parece justificar el guardia.
-Gracias, muchas gracias, no sé cuál de los dos se ha asustado más – le digo.
 
Reanudamos nuestro plan. Hoy no se despagarán de mi lado en toda la exposición de Pixar. Y si lo hacen, me advierten convenientemente. Tan dóciles y disciplinados como nunca. De hecho, al cabo del rato, cuando ya todos nos hemos calmado y permanecemos pensativos, la niña rompe el silencio y espontáneamente le increpa a su hermano:
-¡Casi me haces llorar, tonto!


4 comentarios:

José Miguel Ridao dijo...

Vaya angustia, me ha recordado cuando se me perdió uno en la calle del infierno de la feria de Sevilla, pero esto es peor, le viste perderse a cámara lenta.

Un abrazo aliviao.

Paco dijo...

Los "cacharritos" de la feria tiene eso. Que te despistas y pierdes media descendencia...

Abrazos livianos.

Anónimo dijo...

Espero que cumplas tu palabra al igual que yo he cumplido la mía.

Qué mínimo que una entradita contando un par de anécdotas de cómo os lo habéis pasado estos días por allí.

Espero que adivines quién soy (por tu propio bien, muajjajajaja)

Paco dijo...

Te aseguro que cumpliré mi palabra, es lo único que tengo.