viernes, 23 de diciembre de 2016

NAVIDAD 2016

 
 
Fue justo hace tres años. Se acercaba la Navidad y les hablé de los otros niños del mundo que no fueron tan afortunados. De aquellos que nacieron en medio de una guerra. De los que casi no tienen para comer. De los que están enfermos y apenas cuentan con recursos. De los que incluso te puedes cruzar con ellos a diario y no lo están pasando bien, porque no hacía falta irse tan lejos para encontrarse con la necesidad y la pobreza de frente.
 
-Así que tenéis que elegir, de todos esos juguetes que tenéis en vuestra habitación, algunos para ellos.
 
Pensativos se fueron a su cuarto y al cabo de un rato regresaron.
 
No me habían entendido: Trajeron sus juguetes preferidos. Con los que más se divertían. Los que más usaban. A los que guardaban más cariño.
 
Tuve que razonarles que con todo lo que tenían, lo suyo era ese juguete que prácticamente no utilizan y está nuevo. El que por el motivo que sea, resulta que les sobra. Me miraban con cara atenta y los ojos muy abiertos. Asentían mientras les explicaba que mejor era escoger ese que al final no querían.
 
Parece que lo aprendieron y metimos en una bolsa unos cuanto juguetes que llevamos al lugar donde los recogían.
 
 
Tres años he tardado, a pesar de lo que les dije, en darme cuenta de quién hizo lo correcto y quién enseñó a quién aquella vez.
 
 
FELIZ NAVIDAD
 
 
 
 

viernes, 18 de septiembre de 2015

INFIEL


Me pregunto desde cuando la duda rondaba tu cabeza. Te veía caminar insegura por la casa. Trastabillar en el pasillo. Suspirar en las habitaciones. Sospechar en la cama.

 

Un día, después de amarnos, soltaste el lastre. No fue improvisado. Percibí un plan trazado.

 

-¿Algunas vez me has sido infiel?

- Nunca, mi vida – respondí mirando a tus ojos, como si fuesen los míos reflejados en un ensayado espejo.

 

La respuesta debió bastarte. Te despejó. Escuché tu respiración profunda y confiada mientras un lazo amargo se anudaba en mi garganta.

 

No sabría cómo decirte que en este mismo lecho, de vez en cuando, paso las tardes con la guitarra que me regalaste cuando nos prometimos.

 

viernes, 19 de junio de 2015

LA CULPA

 

El coche estaba abierto y con una ventanilla medio bajada. Nos asomamos. Olía a tabaco y a rancio. El cenicero se encontraba repleto de colillas. En un polvoriento compartimento cercano se podían ver algunas monedas. Una de veinticinco pesetas, seis o siete duros y pocas pesetas. El dueño debía ser uno de los borrachos del bar de enfrente. Aprovechamos y entramos en el coche. Nos reíamos. Hicimos el amago de llevarnos el dinero, aunque no nos atrevimos. Teníamos muy pocos años.

 

En un descuido del resto no me lo pensé. Me senté en el asiento del copiloto y las robé. Me las metí en el bolsillo. Nadie me vio. Estaba nervioso y decidí largarme. Algunos también se marcharon. Los que se quedaron avisaron de que habían desparecido casi todas las monedas. Y de pronto todo se volvió contra mí. Me acorralaron y empezaron a acusarme de habérmelas llevado:

 

-No, yo no me he llevado nada.

-¡Mentira! Te las has llevado tú- me inquirían.

-Que no, que yo no me he llevado nada –les respondía mientras aligeraba el paso camino a casa.

-¿Y por qué te vas ahora? –continuaban acosándome entre empujones.

-Pues porque quiero irme a mi casa. ¿Es que no puedo?

 

Me siguieron hasta el portal y los más exaltados subieron conmigo a la puerta del piso donde vivía. Cuando me abrieron entramos todos en tropel. Nos paramos en el pasillo de entrada. Presentía que aquello no iba a terminar bien. Justo en ese instante llegaba mi padre del trabajo:

 

-¿Qué pasa con esta algarabía? –se hizo el silencio.

-Señor – aún recuerdo que se llamaba David el primero que se atrevió a hablar-, que su hijo ha robado dinero de un coche abierto.

-Había unas monedas en un coche y ahora no están –explicó otro.

-Y mira ¡mira! –gritaba David victorioso al descubrir y señalar en el bolsillo de mi pantalón el relieve de las monedas que se marcaban bajo la tela- ¡Ahí están!

-¿Tú has hecho eso, Paco? –preguntó mi padre.

-No, yo ya he dicho que no he sido –estaba a punto de llorar.

 

Y entonces mi padre, que sabía que no me daba ningún dinero y que las monedas no podían aparecer de la nada les dijo:

-Si mi hijo dice que no las ha cogido, es que no las ha cogido. Yo confío en él. Habrá sido otro.

 

Las monedas de mi pantalón empezaron a quemarme como si estuviesen al rojo vivo. Todos parecieron apaciguarse. Desistieron. Regresaron a sus casas. No recuerdo que hice después. Pero al rato volví a la calle y amargamente tiré las monedas por una alcantarilla. Mis treinta monedas de plata.

 

Juro que desde entonces no he vuelto a quedarme con dinero que no me corresponde. No puedo fallarle otra vez a mi padre como aquel día.

 

Cuando veo a tantos personajes que arrasan con todo: corruptos, cobradores de comisiones ocultas, tarjetas opacas, malversadores, amasadores de fortunas ilícitas, estafadores… me dan lástima. Pienso que no tuvieron la suerte de tener un padre como el mío.


viernes, 10 de abril de 2015

LA CLAVE




En el libro de lengua de quinto había una foto de Antonio Machado. Era divertido porque en esa foto en concreto se parecía bastante a nuestro profesor de Lengua y Literatura de ese curso, que para más coincidencias, también se llamaba Antonio.

Un día nos dijo:
-Voy a ocupar una parte de mi clase en leeros un libro.
-¿Cómo? Vaya rollo, ¿no?
-Os prometo que será divertido.

Así que cuando empezaba la hora, y antes de dar los contenidos, nos leía uno o dos capítulos.

Sería incapaz de recordar conscientemente aquellos contenidos que nos explicaba después, pero lo que disfrutábamos ese ratito antes con esas historias, y lo que es mejor, el gusto por la lectura, aun lo tengo grabado.

Casi treinta y tres años después, le han regalado ese mismo libro a mi hijo y no me he podido contener. Casi todas las noches, antes de dormir, les leo algunos capítulos de “Fray Perico y su borrico”. Ya vamos por el tercero de la larga saga y tanto mi hijo como mi hija parece que les sabe a poco.

Creo que he encontrado la clave y que la historia, de alguna manera u otra, se repite.




miércoles, 17 de diciembre de 2014

MI HISTORIA PERDIDA


Olvido es una palabra infinita. Ahí se acumula todo lo que no recuerdo. Antiguos y lejanos compañeros de colegio. Aquello que estudié para aprobar exámenes. Noches de regreso a casa. La voz de mi abuela. Algunos miedos. Canciones de cuna.

 

Olvido es una palabra complicada. Cuando se posa en mis manos la trato con cautela. No quiero que estalle con lo que guarda dentro. La miro de reojo. Se me insinúa. De vez en cuando deja que algo se escape y entonces no puedo evitar sonreírme. Lo muestra a mi memoria y al instante, como un mago, lo vuelve a desaparecer para siempre.

 

Olvido es una palabra totalitaria. Si se va empiezan a surgir las cosas. Salen de su madriguera. Y cuando llega quiere ser la protagonista, no deja que nada se muestre, lo ocupa todo: ya no hay otra cosa. Por eso también es un poco egoísta.

 

Olvido es una palabra caprichosa. Le gusta adueñarse de lo que comí ayer y deja libre tus agravios. Almacena voluntades. Se burla de mí. Se hace de rogar. Me secuestra las citas liberándolas un segundo antes y me hace acudir corriendo. Me lleva a su antojo.

 

Olvido es una palabra imprevisible, por mucho que sepa que finalmente algún día, cuando ya nadie se acuerde de mí, caeré por entero dentro de ella.

 

 

martes, 23 de septiembre de 2014

FERIA DEL 98


El otro día casi exploto con mis hijos. Fuimos a un centro comercial y se portaron fatal. Luego en el coche continuaron a peor y no me pude contener. Les regañé duramente. No sé cómo pueden estar siempre discutiendo entre ellos. Cualquier cosa del otro les incomoda. Siempre quieren tener razón. No ceden. Acaban discutiendo. Llorando. Refunfuñando.  

Cuando lo pienso me pongo triste, aunque no lo muestre. Me disgusta la posibilidad de que de mayores sigan con esa rutina. Aunque mis hermanos y yo, que ahora nos llevamos bastante bien, hemos tenido broncas de espanto.

Ya teníamos cierta edad cuando me recuerdo en una de ellas gritando por el pasillo de mi casa. Detrás iba mi hermano Gabriel que debía gritar igual o más que yo. Me parece que todo empezó porque uno de los dos no podía estudiar pues el otro estaba haciendo alguna actividad que emitía un ruido incómodo. Apuesto a que yo era el del ruido. No cedíamos ninguno y mis padres estaban fuera, por lo que no había jueces que dictaminasen una solución más o menos objetiva.
 
La polémica aumentaba y los nervios bullían. Tuvimos el encontronazo en la entrada de su dormitorio. Éramos él, yo, y la puerta, que se llevó la peor parte. En el forcejeo acabé metiendo el puño por la parte de atrás de la puerta, sin que afortunadamente llegara a salir por el otro lado. La madera se quebró y le hice un agujero.
 
Nos quedamos paralizados. Nos habíamos pasado. Y mucho. De pronto toda la ira, toda la tensión, todas las diferencias se desvanecieron. No nos lo echamos en cara. En apenas un segundo, sorprendentemente, estábamos buscando una solución en equipo. Restaurar la zona era bastante complicado. Una puerta nueva se iba de presupuesto y se notaría demasiado. Decir que nos habíamos tropezado no convencía, pues el agujero estaba muy alto para una caída. Después de varias opciones más, encontramos la definitiva: Tapar el agujero con una pegatina.
 
Sin embargo, una sola la delataría, así que buscamos otras y las repartimos. Había que disimular. Que diversificar riesgos, como en la ruleta. La puerta se acabó llenando de pegatinas. Nunca hemos sido de los que ponen pegatinas en las puertas, pero había causa de fuerza mayor. Y aunque para nuestro gusto aquello quedó horrendo, todo parecía haberse solucionado a la perfección. Solo hubo algún comentario de mis padres sobre el porqué de esa moda que nos había dado ahora con las pegatinas. Que si era una horterada. Que al menos podríamos haber consultado… Mi hermano y yo nos miramos, pusimos cara de póker, y ya no se habló más del tema.

 
Algunos años después, estábamos en el tanatorio con el cuerpo de mi padre cerca. Mi madre había fallecido también tres años antes. Yo estaba bastante perjudicado y tenía mucho dolor. Me sentía en un pozo sin fondo. Agobiado. Angustiado. Sin comprender nada. Entonces mi hermano se acercó lentamente hasta donde yo estaba y con cara pensativa, mirando hacia otro lado, me susurró al oído:

-Al final, Paco, no se dieron cuenta del puñetazo en la puerta.

Y me dejó ahí. Mientras se volvía muy serio hasta su silla. Con una seguridad que pocas veces le he visto y sabiendo que le había ganado a la muerte. Me dejó ahí. Sin saber si ponerme a llorar sin resuello, si soltar una carcajada, si esconderme, si marcharme a vivir la vida o no sé qué extraña reacción. Me dejó ahí.


 
La puerta con su pegatina de la Feria del Caballo de Jerez aún sigue hoy. La única que no hemos quitado de todas las que pusimos. Estratégicamente colocada. Continuando con su misión de ocultar el agujero más secreto y hondo de toda la casa. El agujero más obstinado y más añorado. El agujero que dejaron mis padres cuando se marcharon.

Aunque ahora, con más años a cuestas y dos hijos, me pregunto si realmente se fueron sin saberlo. Puede que lo viesen e hicieran como si no lo hubiesen descubierto. Entonces el secreto sería de todos y para todos. Porque lo buenos padres, como lo eran los míos, son los que a veces saben lo que no han visto, y otras, hacen que no ven lo que no les conviene saber.