jueves, 27 de junio de 2013

ATOCHA




Qué cambios de temperatura. Mi casa con el doble de ropa. La de verano que no acaba de abrirse. La de invierno que no acaba de guardarse. Prefiero el calor. Realmente prefiero la temperatura de entretiempo. Pero si hay que elegir, me quedo con el calor. Quizá es que tenga el cuerpo acostumbrado.

 

Las primeras veces que vine a Madrid era siempre invierno. Echaba de menos el calor. Era desconcertante salir a la calle. Estaba habituado a la falta de calefacción y a la poca variación de temperatura entre las casas y la calle. Aquí sin embargo, durante una época del año, en las casas hay veinticuatro grados y afuera llega a menos dos.

 

Un día vagando por Madrid no lo soporté más. Necesito un rincón de calor, le dije. Y me llevó a la Estación de Atocha. Fue estupendo. Descubrí un paraíso. Un verdadero oasis en medio del desierto de asfalto. No había andenes. Solo viajeros entre un jardín tropical. Palmeras habitando donde los trenes habían partido. Ranas husmeando la oculta senda de un ferrocarril. Tortugas sin prisa por pillar el último vagón. Un paseo de luz. Un regalo verde.

 

Ahora sigo echando de menos el calor en la temporada de invierno. Busco atajos. Me arrimo a cualquier residuo. Como ese diferencial de temperatura que tienen los cubiertos que saco del lavavajillas que acaba de terminar. La fiebre dulce de los folios recién salidos de la fotocopiadora. La respiración inconsciente y templada del portátil. O el tibio rastro de su piel que exploro bajo el edredón cuando se va.


 
 

viernes, 14 de junio de 2013

LOS CUATRO ELEMENTOS

 
 


 

Agua 

Había un riachuelo que bajada desde la cima. Luego un salto que lo convertía en cascada. Soñaba con ir río arriba para ver de dónde brotaba el agua. Imaginaba que salía por una especie de boca de cañón en una piedra. Que introducía mi mano dentro de la boca y que a medio brazo palpaba tres agujeros desde donde surgía el agua casi helada. Tenía que ir a buscar esa piedra. A veces preparaba alguna incursión, pero la lejanía y la dificultad de la escalada me hacían pensar que era mejor aguantar hasta que me hiciese mayor. De vuelta me sentaba en el mismo lugar que antes.

Solo algo más tarde, cuando supe que todo se termina, cambié de espera. En aquel mismo sitio aguardaba a que el agua dejase de correr. Pensaba que en algún momento debía de agotarse. No podía durar para siempre el sonido del chorro contra las piedras. No podía estar manando agua hasta el infinito. Así pasaba horas y horas, vigilando el instante en que acabase. A veces creía que tendría mala suerte y el riachuelo se secaría mientras yo no estaba. Quizá me cogiera en el colegio, durmiendo, en el trayecto. Pero no fue así. Yo estaba entonces muy seguro de que el infinito no existía, aunque allí estaba la corriente diciéndome con cada día que transcurría que me equivocaba.

 

 
Aire

El aire está hueco. O mejor dicho, es lo hueco. Cuando decimos que algo está hueco, en realidad lo que pasa es que está lleno de aire. Hacemos como si no existiese. Lo ignoramos. Había una ilustración en el libro de naturales de sexto con una balanza. El fiel se inclinaba hacia la pelota inflada. En el colegio aprendí cosas de estas. De qué elementos se compone el aire. El aparato respiratorio. El aparato circulatorio. Cómo es la respiración de la sangre. Mi profesor decía, la verdadera respiración se produce en las mitocondrias.

Cuando tenía tres o cuatro años me atraganté con un caramelo. Debe ser de los pocos recuerdos que guardo de aquella época. Se me obstruyo en la garganta y no podía respirar. Mi tío me agarró del cuello y me puso boca abajo. La cara se puso morada. Me faltaba el aire. Los segundos se hicieron horas y horas. Con un golpe el caramelo salió despedido. Había una puerta blanca y lloré mucho. Es demasiado imprescindible para ignorarlo.

 

 
Fuego

El fuego me hechiza. La chimenea de una casa es mi sitio favorito. Me asombra su poder destructor. Arrojas cualquier cosa y sucumbe. Se retuerce. Se incendia. Agoniza. Se desfigura. Desaparece. Muere. Es una boca que engulle o hiere o inhabilita. Y a veces, también crea. He pasado horas y horas asomado a esa ventana ardiendo, con la cara caliente y los ojos irritados. Me gusta observar como los troncos se resquebrajan con esa danza amarilla y naranja insinuándose. El crepitar de la madera quejándose, liberándose de su forma, renunciando. Es probable que sea infantil, pero no he podido evitar este sentimiento desde niño.

Una vez con ocho años hicieron una fogata en el patio del colegio. En la clase cada uno escribimos en un papel alguna petición o cuento. Era secreto. Luego, como en un ritual, bajamos para lanzarlo a las llamas uno a uno. Estábamos serios. Parecía algo fúnebre. La hoguera devoró todas las historias. No sé qué puse. No lo recuerdo. El fuego también lo quemó de mi memoria.
 

 

Tierra

En una excursión al Coto de Doñana pasamos por una charca de arenas movedizas. Nunca he comprendido cómo se producía esta trampa natural y aquella vez el guía nos lo explicó. No suele ser tan letal para los animales pues la intuyen y siempre evitan; salvo que al ir huyendo de algo se distraigan, queden atrapados y tras horas y horas de forcejeo lo fagociten. Hay cosas realmente interesantes en este planeta que llamamos Tierra.

Yo siempre creí que la tierra más interesante era la que está encerrada en un reloj de arena. Y aunque pienso que no me falta razón, he descubierto que hay otras que también tienen mucho que decir. La que se marca con la huella de un caminante. La que viaja con el viento lastimando los ojos y que cruje cuando la masticas en una tarde de levante. La que transportan mis hijos en sus zapatos desde el patio del colegio a mi casa y que esparcen por las habitaciones cuando llegan. La que agujerea la hormiga haciendo su hormiguero. Y la que un día sepultará mi cuerpo sin vida.

 

 

 

 


viernes, 7 de junio de 2013

CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD



Esta mañana, para celebrar que por fin habíamos llegado al Viernes,  me he propuesto desayunar sano, tal como aconsejan en la TV. Así que he abierto la nevera, y en lugar de algún bollo, he sacado de la parte baja una manzana roja y reluciente. Me disponía a retirar la piel, pero en un arranque más saludable aun, he comenzado a mordisquear su cáscara carmesí, clavando mis incisivos en busca de sus beneficiosas vitaminas y demás propiedades.

 

Su crujido ha sonado a música celestial. La pieza desgajada se ha deshecho en mi boca y un caudal de frescura ha entrado por mi garganta. Ya había iniciado el segundo mordisco, cuando me he parado a reflexionar en lo trajinada que está la imagen de la manzana.

 

Me ha venido a la mente el acongojado hijo de Guillermo Tell, que por un momento pensó que la última imagen que se llevaría de esta vida sería a su padre disparándole una flecha entre ojo y ojo, mientras mantenía una temblorosa manzana sobre su cabeza.

 

Luego he pensado en Blancanieves, engañada por unas apariencias tan cándidas como la de una manzana y una ancianita encorvada. Fue morder la fruta y caer desplomada para desesperación de los enanos.

 

Me he acordado luego de la manzana que depositó Eris en la boda de los padres de Aquiles, y que provocó la discordia entre los aqueos y troyanos, y por extensión, del casi interminable regreso de Ulises a Itaca.

 

Y he caído en la cuenta que por un capricho femenino y una necedad masculina, algo que por cierto aun no ha variado, una serpiente que estaba de okupa en un manzano nos amargó la existencia al resto de la humanidad. Nos despidieron del Paraíso.

 

El hecho es que se me han pasado las ganas de tomarme la manzana. Hasta he tenido la sensación de que me podía caer “malamente”. Me he tragado lo que ya tenía en la boca, por compromiso, pero el resto, intentando alejarlo lo más lejos posible de mi, lo he arrojado por la ventana de la cocina.

 

He comprobado que una manzana, este o no mordida, continua obedeciendo las Leyes de la Gravitación Universal. Y para regocijo de Isaac Newton ha debido precipitarse contra algún viandante, a juzgar por los exabruptos que he oído.

 

No he prestado demasiada atención, hasta que a los veinte minutos se han personado dos agentes de la autoridad en mi domicilio con un señor rechoncho, bajito y calvo -debe ser por eso de la atracción de las masas-, y con el parietal derecho abultado y amoratado. No paraba de lanzar improperios escoltados por los policías.

 

Y ahora estoy aquí, en el calabozo de la comisaría, escribiendo esta nota y confirmando que una manzana, la mires por donde la mires, no es una fruta especialmente saludable. A los hechos me remito.