Hoy he visitado un centro comercial del centro de la
ciudad.
Tiene a la entrada unos maceteros grandes y esbeltos, con unas palmeras que le dan
una apariencia de oasis. Hacía calor. Me acercaba a la entrada con mi hija de cuatro
años recién cumplidos de la mano. En uno de estos maceteros, a la sombra, se
recostaba un mendigo famélico. Le faltaba parte de la dentadura. El pelo escaso
y sucio era castaño claro. Tenía las manos manchadas y las uñas deterioradas.
Una piel cetrina sudorosa.
Justo cuando pasábamos por su lado, el hombre exhaló una especie de suspiro. Mi
hija se detuvo frente a él, se le quedó mirando y le dijo:
-¿Qué le pasa, señor?
Él levanto las cejas, sonrió, y le devolvió una mirada de satisfacción.
Estuve a punto de pegar un tirón de ella, pero me
contuve. Me dio pena que se sintiese humillado. Supuse que estaría harto de
recibir ese tipo de desprecios, así que sin bajar la guardia y algo incómodo,
me contuve.
Posiblemente adivinó mi recelo. Sin mediar palabra,
se inclinó para saludar a mi hija, y agitó levemente la mano. No hizo ni el
amago de tocarla. Continuamos con nuestro camino.
-Adiós, princesa –dijo finalmente mientras nos
íbamos.
Noté como seguía a mi hija con unos ojos de
agradecimiento infinitos. Ella también le sonreía. Quizá él ya no recordase la
vez que le habían tratado con una dignidad y un cariño como el de ahora. Quizá
desde aquella vez en la que también fue niño.
Desde luego que hacía falta mucha imaginación y
bondad para llamar “señor” a aquel indigente hediondo, o estar tan vacío de
prejuicios como una niña de cuatro años.
Cuando salimos ya no estaba.
Mi hija y yo. Semana Santa de hace dos años.
Chipiona.